SIN PROMESAS, UN MUNDO…

Publicado: julio 15, 2011 en EDICIÓN DIARIA DE INVENTIVA SOCIAL

*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu

TU BOCA*

«El primer beso no se da con la boca sino con la mirada»

TRISTAN BERNARD

Calla, amor. Calla y dame tu boca.
Yo te he dar mis ojos, mi mirada, mi pausa.
Es noche de conjuros y de lobisones.
El séptimo hijo cae en los abismos.
La serpiente se arrastra y el ángel cae.
En la cueva de Merlín hay sonidos extraños.
El búho se esconde y la cigarra calla.

Dame tu boca de jazmín de leche.
Tu boca andrógina en mis pechos de hembra.
Se mono. Pez azul. Ballenato
Dame el milagro de tu concavidad de fugas y corcheas.
Tan exacta. Tan certera.
Tan puntual. Como la milenaria brújula del viento.
Tu boca, ansiosamente dolorosa.
Tu boca, rumor de tallos y espumas de azucenas
Tu boca, tu boca universal.

Tu propia existencia te sostiene.
Como el aire tibio, la arena y el deshielo.
Me sostiene tu boca.
Improvisado poema de mí especie: Huerto fértil.
Y tu pulso, mi niño, ah, tu pulso.
Latido. Lirio irredento. Espurio. Casi saciado.
Duerme mi niño, duerme y calla tu boca.
Afuera. Lejos de mis brazos.
Deambula un mundo, sin promesas.
Sin promesas, un mundo.

*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
-Para mis hijos

SIN PROMESAS, UN MUNDO…

Locura a ramos*

La mujer transparentó las flores azules debajo de la piel como una provocación.
El tribunal dictaminó que eso estaba prohibido, ¿por qué? preguntó ella, porque no es normal, ¿qué es normal? que las flores estén en los floreros, ah dijo ella desbordada de perfumes, atravesada por ramitas. Pidió una jarra con agua, la tomó y fue arreglando las que le salían de los pechos en la jarra y el vaso.

*De Cristina Villanueva cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

Y no salí indemne*

*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com

«En cosas así consiste la perdición de la lectura.
Quien la probó, lo sabe».
Fernando Savater, «Leer y leer», en Loor al leer

Entré a la hora oscura del alba, trabajando cautelosamente, con los labios húmedos y las manos calientes. Y no podía volverme atrás porque la noche me empujaba.
Quede claro que no he salido indemne. Que no entré como una cachorra y salí como una loba. Puede que haya entrado como luz y salido como sombra. Con la misma capacidad de respirar y desconocer, pero más oscura.
Entré como entran las cosas secretas, subrepticiamente, sin nombre. Con una copa vacía, con un resoplo de flores. Sin alguien que me acompañe y con la luna en la espalda. Eramos dos, con mi sombra que no acostumbraba a beber flores, ni vino, ni escarcha, y que sólo sabía andar con los pies pegados a los míos. Entré y se murieron las formas de adentro y afuera. Las cosas relampagueaban en sus máscaras y no salí indemne.
Una vez que entré, no he querido más que seguir entrando. Si alguna vez me fui, fue por poco tiempo, y desde afuera me quedé pensando en la luna de allí dentro. En los pájaros blancos martillando magnolias negras. Pensé que no es cuestión de sentirse dentro de los libros, sino que los libros estén dentro de una. Pensé en todas las palabras que empiezan con C. En los nombres que empiezan con M. En los colores enemigos que se unen para pintar la tragedia. En los mundos que empiezan y terminan. En los mundos que sólo tienen un afuera y un adentro. En los libros que no han sido escritos. En los libros escritos que no han sido leídos. Pensé en la memoria de los hongos y las uvas, pensé la duración de un grito, en la duración de un silencio y en las bocas que respiran babas rojizas. Entré a temprana edad, con un olor liviano a sangre y a menta. Entré con miedos y con pasiones en ese mundo de letras húmedas como ramos de lirios, con hojas y bulbos. Entré y no salí indemne. En el organismo me quedó una nostalgia inmensa. Afuera, agonizante murmuraba «algo falta». Entonces volvía a entrar de noche como murciélago, de día como fantasma, siempre como un animal en su primera noche de cacería.
Con el viento de la noche calado en los huesos volví cuando todavía no me había ido. Entré invisible y salí marcada con una cruz lila. Entré en la piedra de locura y en el jardín de las delicias. Entré en la China de Li Bai como una sombra esclava. Entré con el biombo de jade y la almohada de seda.
Entré a riesgo de perder la salida. Entré en el primer amor y en el último.
Entré en el corazón de la desnuda que llevaba un sombrero de flores.
Quien lee lo que yo leo entra huevo y sale lagarto. Entra hombre y sale mujer. Entra mujer y sale página. Entra fulano y sale hombre antes de que la noche regrese a su noche y caiga en la fosa de la sombra.
Mahmud sabe que es tenue la diferencia entre una mujer y un árbol. Li Bai sabe que es tenue la diferencia entre yo y su sombra. Quien entra donde yo entro encuentra un solo idioma. Quien entra como yo entro, descubre que rara vez las primeras palabras conducen a las últimas. No es ése el modo de entrar donde yo entro. No es ése el modo de amar donde yo amo, ni el de morir donde yo muero.
Debido al hábito que tenía de entrar pez y salir océano, de decir yo y ser otra, de entrar con igual sigilo en una iglesia, en un paréntesis, en un cabaret o en un glosario, he tenido oportunidad de ver esqueletos revestidos de carne sentados en un restaurant fingiendo ser gente. Y encontrar después
esos mismos personajes en otra página o en la vida, hablando de las mismas cosas, fingiendo impresiones que no les pertenecen.
A temprana edad entré magnolia y salí agapanto. Entre y salí con amoríos de pájaros. En toda edad entré lenguaje y salí palabra.
Entré sobresaltada y salí sobresalto.
Entré con esperanzas y salí preñada por un bulto moreno, fornido, esperanzado.
Entré con el corazón lleno y el estómago vacío en una estación de mil luces apagadas.
Entré Edipo y salí Yocasta, a la hora oscura, con los labios húmedos y las manos calientes. Y no podía volverme atrás porque la noche me empujaba.
Entré verbo y salí sigilo. Con la misma capacidad de respirar y desconocer.
Después, por detrás me fijé en un hombre que venía por delante con una larga historia detrás y yo con un gran proyecto por venir que no tenía modo de darse por final. Y me quedé pensando en la desnuda con el sombrero de flores. Pensé que no es cuestión de sentirse dentro de los libros, sino que los libros estén dentro de una. Pensé en todas las palabras que empiezan con una letra hecha a imagen y semejanza de otra letra. Pensé en Augusto Monterroso. Entré pequeña y salí dinosaurio. Pensé en la memoria de los
reducidores de cabeza, en la memoria del verdugo y en la de Venus de Milo.
Pensé en todas las cabezas que rodaron por el mundo derramando memoria.
Pensé en los lirios con hojas y bulbos. Pensé que siempre entro en los mismos libros a leer las mismas cosas. Pensé que nunca he salido. Pensé, ¿quién entra donde yo entro? ¿Quién respira lo que yo escribo?

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-29462-2011-07-09.html

(X)

Su sangre hizo un sendero,
sendero florido
cual mariposa de tenue suspiro.

Ríos de espasmo,
luna encriptada
noche naciente y abandonada.

Risas de llanto,
llanto de nada
cuerpo yaciente de madrugada.

Todo era bello,
Zoe se ha ido
pero ha llegado muy raudo el olvido.

*De Victoria Romano Moscovich. victoria.romano.moscovich@gmail.com

Historia de un amor*

*Por Juan Forn

Miren la pareja de la foto, proyéctenla al futuro y sobreimprímanle estas frases: «Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca». Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta, de él a ella, una carta de cien páginas que él irá escribiendo noche
a noche, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras del pueblito de Vosnon, en la región francesa del Ausbe. Menos de un año después, la policía local hará ese trayecto, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: «Prévenir à la Gendarmerie». La
puerta está abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacen en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: «Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado».
Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, que la publicó con el título Carta a D. Historia de un amor. En la última página, dice Gorz: «Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza
fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos».
André Gorz era un judío austríaco «carente por completo de interés, no tiene un céntimo, escribe»: así se lo presentaron formulariamente a la inglesa Dorine, cuando ella llegó a Suiza en 1947 con un grupo de teatro vocacional.
La esperaba otro hombre en Inglaterra para casarse con ella. Pero Dorine prefirió subirse a un tren con Gorz rumbo a París. Allí trabajó de modelo vivo, recogió papel usado para vender por kilo, fue lazarillo de una escritora británica que se estaba quedando ciega, mientras él escribía en una buhardilla. También aprendió sola alemán (él se negó a enseñarle; había jurado no volver a usar esa lengua cuando lo corrieron de Austria), para ayudarlo en el relevamiento de la prensa europea que él hacía para una agencia y que se convertiría con el tiempo en su sello de estilo: el cruce entre filosofía y periodismo de sus potentes ensayos breves. Antes, Gorz debió fracasar con una novela que pretendía ser un magno ensayo totalizador sobre la época, y hasta mereció un prólogo de Sartre (El traidor). La novela llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses («En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama»). En el resto de sus libros, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar, nunca escribió otra novela tampoco; se lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de ese tiempo (el que va de la Guerra Fría y las guerras de liberación a las crisis del comunismo y la crisis de la política) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia. Esa fue su virtud, su manera de hacer filosofía y periodismo a la vez.
En aquella carta que escribió a Dorine antes de morir, Gorz le dice:
«Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío». No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamoraron en distintas épocas de esa mujer impenitentemente discreta. Pero ella prefería a Gorz. El también la prefirió a ella: dos veces cambió literalmente de vida por influjo de Dorine. La primera fue a los cuarenta, cuando ella descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías: la medicina se lavó las manos del caso y ella comenzó una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal, que no sólo le dio décadas de sobrevida sino que llevó a Gorz a cambiar el eje de su discurso; en las reacciones de Dorine vio los rudimentos esenciales de aquello que llamaría ecología política (ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault). La segunda vez fue a los sesenta, cuando decidió jubilarse antes de tiempo para dedicarse jornada completa a Dorine: a hacer la misma vida que ella primero, y después a hacer para ella las cosas que ella ya no podía hacer («Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección
seguir, dónde hace falta más trabajo»).
El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: cuando Stefan Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, Brasil, adonde había llegado huyendo de la Segunda Guerra; y cuando Arthur Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y a su perro de siempre, también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida, en ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo, en ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo.
En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: «Durante años consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Yo no sabía amarme por amarte. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué». Gorz
había visto una vez a Dorine decirle con toda naturalidad a la Beauvoir: «Amar a un escritor implica amar lo que escribe». El mismo le había dicho a Dorine, la noche en que logró conquistarla en Suiza, en 1947: «Seremos lo que haremos juntos». Pero recién tomó cabal conciencia de lo que decían aquellas palabras cuando terminó de escribir aquella carta, subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos, desde aquella noche en Suiza. «Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos».

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-172270-2011-07-15.html

Terapia antidepresiva doméstica*

Si en la mañana, no sabes que hacer o crees que no puedes hacer otra cosa.

Tira aquello que has guardado para intentar salvar de una fatal inutilidad.
Objetos portadores de memorias, como primitivos pendrives quedaron a la espera de una reconstrucción material. O, simplemente son ese recuerdo de cuando emparchaste el triciclo de tu hijo con un pedazo de correa de cortina. Lo salvaste por unos días y lo guardaste 10 años.

Luego, en una mañana de 100 por ciento de humedad
Antes o después de pensar en la muerte,
Arrojaste al objeto al canasto de la calle.
Para salvarlo quizás de la muerte lenta y darle una oportunidad, si alguien tiene la voluntad de arreglarlo, de que los pies de un niño de dos o tres años, lo hagan mover.

Así se ira, en dos partes, el triciclo del hijo niño. Con la esperanza de otra vida útil y de desatar sonrisas mientras se use a velocidad rauda de infancia.

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

Correo:

Umbrales ediciones se complace en invitar a Ud. a la presentación del libro de Mónica Soave, 180 Sur (Biografía en Patagonia). Lo esperamos!

180 SUR
(Biografías en Patagonia)
Autora: Mónica Soave.

Presentación a cargo de la escritora Elsa Osorio.

Viernes 22 de julio de 2011 a las 19.30

Auditorio Dionisio Petriella.

Asocición Dante Alighieri.
Tucumán 1646. C.A.B.A.

*Mónica Soave. ms@fimba.net

*

Inventren Próxima estación: SANTOS UNZUÉ.

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