EDICIÓN DICIEMBRE 2013

Publicado: diciembre 27, 2013 en Uncategorized

LA CORDILLERA*

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com/

Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito. Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina. Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”. Invariablemente del sur… Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona. “… y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas. Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar. “… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!

https://literaturame.net/libro/el-alba-sin-espejos

LAS MADRES DE ENTONCES*

*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

Estoy lleno de cosas. Quiero decir de voces de antes que me rondan de cuando había  mucho tiempo, mucho lugar para esa memoria que luego con los años ardería.

Era invierno y todavía oigo el picoteo de la máquina de coser de mi madre, con su ruido de lluvia parejita como si fuera real y cayera sobre el cinc de los techos oxidados de mi casa cuyo borbotear iba a través de una canaleta al aljibe de los primeros tiempos a un tanque de quinientos litros cuando aquél pereciera de un derrumbe por culpa de un hormiguero.

En principio mi madre nos hacía la ropa a todos, hasta que en un tiempo “cosía para afuera”, como ella gustaba decir. Sobre todo luego de hacer un curso de “pantalonera” bajo la dirección de doña Santina Spessot. La acompañaban en su carácter de alumna mis primas mayores: Gladys y Ketis.

De aquel tiempo me queda el recuerdo de aquel costurero de mimbre, cuyo origen y posterior destino desconozco. Ese costurero donde había agujas, hilos, tijeras y un centímetro con su inevitable tiza para marcar los cortes sobre todo recuerdo ese dedal brillante, que tengo en mi escritorio y que siempre me recuerda el poema de José Pedroni, que narra el dedal de su madre (la dulce  mamá Felisa del libro “El nivel y su lágrima”):

“Dedal de mamá Felisa/tantas veces perdido/debajo de viejos muebles/donde cantaban los grillos”  …/“Dedal de mamá Felisa,/siempre colgado de un hilo;/arañita de la noche sobre mis medias de niño”

Puedo escribir que la mamá de Jose Pedroni y la mía, compartían otras cosas además de estos objetos de trabajo. El origen italiano, la propensión al llanto y la hermosura.

No me resulta para nada difícil, mejor dicho me agrada compartir estas y otras cosas ligadas a nuestras vidas. Además de la poesía, también una ética fundida con una estética muy particular y acotada que se presume luego universal.

No nos resulta difícil conjeturar hoy que el trabajo silencioso y nunca reconocido de estas mujeres eran la base muchas veces fundamental de las economías domésticas de aquellos tiempos idos. Pedroni recuerda a su madre, como ”la que nunca dormía”.

Vaya como ejemplo, del mismo libro arriba citado, su poema “Mate” dedicado a Amaro Villanueva del cual reproduzco la parte final:

“Cuanto trigo se ha cortado/cuánta paloma se ha ido/desde aquel mate ofrecido/por aquel ángel nublado./Todavía está sentado/porque no sabe dormir/y yo me quiero morir/Para que su punto avance/y el sueño por fin alcance/y el sueño por fin alcance,/con su mate de zurcir”

Es decir, que aquellas madres (nuestras madres) no sabían dormir, porque luego de trabajar fogoneando todo en la casa y así echando una mano a los hombres en la cosechas, cuando todos dormían, ellas pedaleaban para hacer nacer “aquella lluvia que no existe”, pero que subvenía el vestir de toda la familia.

Los hombres por otro lado, levantaban las cosechas, cortaban leña para las cocinas económicas que también eran surtidos por marlos y  herraban  los caballos o marcaban la hacienda y hasta levantaban esas casas precarias que le hacían pata ancha a los vientos. Pero a veces también descansaban. Con las mujeres no pasaba lo mismo. Ella ayudaban en todas las tareas a los varones, pero el descanso no existía porque en la  edad juvenil tenían hijos, uno tras otros, Mi abuela paterna tuvo seis varones y dos mujeres ayudada por alguna vecina, nunca la revisó un médico ni la asistió siquiera una partera. Entre las mujeres cercanas a su chacra se echaban una mano, porque quien más quien menos tenía la cantidad de hijos que tuvieron mis abuelos. Cuando yo logro recomponer, recordar, memorizar o inventar sobre ese magma querible que me persigue, atento, solo veo sacrificios donde el goce era el trabajo y la diversión no  existía.

Estaba todo aunado como en un estuario donde los barcos estaban siempre dispuestos a partir, o tal vez a pernoctar allí mientras el afecto de aquella gente mayor se prodigaba, se daba en brillar como “la niña que iba de pana azul sobre los campos”, como alude Juan L. Ortíz en ese bello y conocidísimo poema.

Las muchachas de entonces no terminaban la adolescencia si no veían como los partos comenzaban a ensanchar sus cadenas y crecer su pecho con los embarazos que se traducían en hijos en ese paisaje bucólico, no tanto como en principio aparecía, pero sí lo suficiente para que el vuelo de las garzas por el cielo tan azul no fuera una excepción ni un extravío ni una rareza que todo ese mundo primigenio y viril, lo desconociera.

También el cansino andar de aquellas mujeres sufridas, donde hay varias generaciones que pertenecen a mi familia y que nunca nunca le hicieron asco al trabajo, porque cuando yo las recuerdo se me aparecen cantando, con la sonrisa cruzándole esos rostros ingenuos, quemados por el sol, cuando el mundo devenía azul y perfecto.

Tan perfecto,  cuando luego  nunca más sería posible que volviera. Ni con toda la fuerza de nuestros más voluntariosos recuerdos.

Estás en mí*

Esta mañana

pasé frente al espejo

y te hallé en mi mirada

que, húmeda por verte,

te siguió contemplando…

Y sentí que emergías

desde mi propio centro

supe que me escuchabas,

que para encontrarte tan sólo necesito

mirar profundamente en el espejo.

¿Te acordás de las siestas de verano,

de nuestras charlas

-sandía por medio, grande y  generosa –?

Consumíamos zumos y dulzuras

soñábamos proyectos.

Durante tantos años

dejó de haber sandías en mi vida…

¡Cómo dolían…!

Pero hoy pasé frente al espejo,

sonreí sin temores,

con clemencia,

y te hallé en mi mirada,

¡Estás en mí!

en mis costumbres y en mis genes

en mi amor por la paz,

en mi respeto

por la naturaleza,

sus leyes y sus seres,

su belleza.

Por eso

cuando más duela tu ausencia

te buscaré en mi centro

debo lograr que vuelvas

con los brazos abiertos al consuelo.

Pondré sobre la mesa

un par de platos hondos y un espejo

quitaré de mi alma las malezas

y comeremos juntos nuevamente

sandías a la hora de la siesta.

*De María Amelia Schaller  mariameliaschaller@gmail.com

MIRADAS*

Las personas somos muy distintas unas a las otras, pero hay una cosa que compartimos, con la que estamos de acuerdo y que a todos nos gusta hacer: Mirar. Nos gusta contemplar a los demás, lo que hacen, como lo hacen, donde lo hacen.

Una de los espectáculos maravillosos que nos brinda la ciudad es el de las obras. No hay nada tan cautivador como ver una gran obra en ejecución, los grandes agujeros en el suelo, los andamios, los obreros en movimiento, alguno trabajando, las maquinas. ¡Ay, las máquinas! ¡Eso es sublime! ¡Una escavadora haciendo un agujero! ¡Madre mía, que placer!

En eso de los mirones también hay clases: El ocasional que va de paso y se detiene unos minutos, los niños que se quedan embobados y llegan tarde al colegio y los ancianos que no saben que hacer y se distraen con cualquier cosa. Si es una grúa grande y hace sol, mejor.

Yo me encuentro en este último grupo y paso las horas apoyado en la valla de la obra viendo como se mueven los trabajadores y compartiendo algún comentario con los otros jubilados habituales del sol, petanca y plaza.

Hoy estoy especialmente triste. La vida me robó la juventud trabajando en el campo, la adolescencia en la fábrica después del traslado a la ciudad, el tráfico a mi mujer y, sin darme cuenta, me he quedado sólo con mis recuerdos. Hoy las máquinas los están borrando, dejando una gran fosa donde antes estaba mi casa. Ahora si que estoy totalmente solo mientras van desapareciendo ante la mirada aburrida de todo el mundo.

*De Joan Mateu. joan@cimat.es

ATRAVESAR LA MADEJA CRISTALINA DE LA BÍBLICA NOCHE*

Atravesar la madeja cristalina de la bíblica noche

recorrer la sequedad de tu pecho marchito.

Tus huesos con el tiempo despojados

perdieron el aroma brillante de las flores.

Tu redondez fue poblada

por el efluvio solitario de la casa.

Todavía recuerdo,

cuando descubrías en la barba del patio trasero

el nacimiento dolido y puro del arroyo

(los ropajes inclinabas lavándolos en orilla).

Antiguas palabras cantabas

ablandando los pómulos salientes del aire.

Resucitabas los colores del poniente

sus párpados se abrían desatando una llama.

Y en  el substratum humano y delicado

de un alba deshojada de llagas

tu vuelo infante de campana

atravesaba los vespertinos caminos del Sur.

La oración cotidiana y profunda

alcanzaba  el alma de la savia.

Después los nuevos rumbos

bajo los pies atónitos.

En el periplo de los años ocultando

la sumersión noctámbula

(el humo hormigueante de la vigilia).

Tus pasos de nardos desolados

tiemblan hoy sobre mis hombros callados…

Y así los dejas

ansiando palabras de luz.

¿Cómo devolverle la paz tardía

a tus esqueléticas manos, madre?

¿Cómo no querer

que en el relieve de tus párpados vencidos

una ciudad de música se levante

y te viertas hasta mí?

*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com

© 2013.TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

LOS SILENCIOS DEL PECADO*

“…Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lagrimas afloren a sus ojos.

Ella ha renovado mis dolores, y la exactitud de cada uno de los detalles que aportas les devuelve toda la violencia pasada…”

(Carta de Eloisa a Abelardo)”…

Amo el “Jardín de las delicias”

El resultado del cruce de dos rectas….

Imprevisibles , inesperados triángulos.

La fuente de la juventud y el huevo.

Oscuridad y sigilo, fecundados. Silencio.

El silencio del inmortal deseo.

La sombra quieta de mi padre.

Las abejas inquietas en el pelo de mi madre.

Amo al silencio. Los ecos del silencio.

De las voces calladas. Antiguas profecías.

De la metamorfosis de una boca.

Del cazador. Cabalgando. Huyendo siempre.

De la manos. Números cardinales. A veces círculos.

De los pies que se van cuando amanece.

El búho y el martín pescador.

Amo los hombres-pez.

Las mujeres desnudas .La tentación.

Los sabores frutales, tan hondos, tan profundos.

Las uvas. El cielo y el infierno.

La bola de cristal craquelada. La inconstancia.

Los álamos. Los jinetes. Los espinos

Los adioses de corcel, patria en el vientre.

Amo la lechuza y la flecha.

Los silencios golpeando mis umbrales.

El abrazo intacto, embriagado, tendido.

Tu fatiga descansada en mi cansado pecho.

El miedo de la lluvia sobre tu piel de jade.

El temor y el milagro y lo dulce y lo amargo.

Las mariposas y los mejillones.

Amo la serpiente.

La serpiente, el verde y el azul profundo.

Los campos rojos y los blancos lirios

Y los ojos, ah, amo los ojos.

Y los muertos que veo en los ojos de los gatos.

Los ojos que han mordido mi nombre.

Los ojos que ven alambiques y matraces.

Los ojos que mueren sin mis ojos.

Los ojos que aman los estanques turbios.

Y los ojos de Delfina e Hipólita.

Buscándose, huyendo en su hondo penar.

Y los ojos de Abelardo y Eloisa.

El ojo azorado del infierno de Rimbaud y Verlaine.

De Baudelaire y Louchette.

De Zorba y Bubulina.

De Medea y el hombre con un pié calzado.

Atados a una lira y una cítara.

Los ojos del vacío que apuestan a la vida.

Los ojos de la trasgresión y el pecado.

Amo, los silencios del pecado, entonces.

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar

EL JUEGO*

Si hoy el viento viniera

a vaciarme la frente

le diría que aún recuerdo

aquel fragor inicial.

Estábamos presentes en el

estallido formador de universos,

en su matriz, expuestos.

Protagonistas del pulso primero.

Integrando la evolución,

partícipes del portento.

Resabios en la voz del viento

trae cada día en remolinos

de absurdos y esplendores,

la intención de la vida

que surge para decir: yo quiero.

Ella es un presente eterno.

Se canta a sí misma y se celebra

aún en lo que muere, para volver

a ser. Trasmutada su forma

pero no su esencia.

De aquel material primero somos

ardiente y encendido, fecundo,

constante y singular…

Cuando el viento final

deje vacía mi frente

otra chispa saltará de ese

fuego inicial

sobre mi pensamiento ausente.

Y un Dios que no conozco

jugará incansable

el juego circular…

*De Miryam Seia. miryamseia@cablenet.com.ar

Piedra, tijera, papel*

El lenguaje es una piel

Roland Barthes

Delante de un mar desconocido

una mujer con la memoria herida

sangra lo que no recuerda,

Ella frágil, entre las hojas

verdes y las blancas donde pone

su cuerpo para inscribir palabras o

huellas o espera que aparezca

por el hocico húmedo de la lengua

eso de lo que no se sabe;

una piedra

la tijera que desgarra

y las gotas

que desde el borde del

himén forzado

en la cabeza

hacen tatuajes

en el papel …

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

*

de la sorpresa de existir

darnos cuenta a cada vuelo

a cada duelo

de estar ahí

y repactar con la vida

cualquier absurda confianza

de celebrar

de recibirnos

al decir de las crisálidas.

*De Alejandra Alma.

https://www.facebook.com/alejalma

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***

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OTROS CAMPOS DE BELLEZA ARMADA*

Han de llegar otros campos de belleza armada. Perder la respiración en lo alto del camino. Esperar a que vuelva silbar el pájaro del silencio. Hacer un mapa sonámbulo que atraviese los páramos del sueño. Quedarnos en la quietud de la batalla, en ese ardor que deja la guerra. Contar de a pocos las heridas, los denarios, los participios que deja la saliva ardiente cuando se ha subido la cuesta. Han de llegar con sus viejos discos de 45 revoluciones por minutos, sus pancartas a contraluz, a contraluna, sus nanas para dormir al hijo que no van a tener. Campos que ya fueron arrasados por la ventisca, las bombas, los dinosaurios. Ahí vienen los que tuvieron otro nombre, otra leyenda y pasaron de largo como una sombra. Son los que se llevaran a Rimbaud en la mochila, se machacaron la memoria con César Vallejo y dejaron el hálito de una mujer encinta. Vienen de la frontera, del interior, de la selva que ya no es oscura. Se cuidan del asma, de la nostalgia, de los traidores. Vienen a pura luz, a tenor de una palabra que los nombra rumbo al misterio. Vienen con la guitarra, los lugares comunes que hacen la vida y la muerte. Vienen de cimitarra y con las manos chamuscadas. Otros campos de belleza armada para entrar despacio con la vida en ristre nos esperan. Nos esperan.

 

*De Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu

ENTREABRIR UN CIELO SEMEJANTE A LOS MARES DE LA LUNA DONDE GUARDAR EL ECO DE TODOS LOS DESAMPAROS…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FOTO ANTIGUA*

A S.D.C.

Esto fue la jaula

En la que estuvo el pájaro bizambo y desorejado

Que ahora está muerto pero canta

Esta fue la casa

En la que había una jaula

Con un pájaro bizambo y desorejado

Que ahora está muerto y canta

Este es el niño

Que vivía en una casa

Donde tenían una jaula

Con un pájaro bizambo y desorejado

Que ahora está muerto y canta

Yo soy el hombre que abrió la jaula

El que olvidó la casa

El que mató al pájaro y al niño

pero no me atrevo a cantar.

*De Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu

 

ESTOY SOLA CON MIS TRISTES PENSAMIENTOS.*

 

 

I


Quiero descansar.

Pon tu mano sobre mi corazón y no la retires hasta que adviertas que él también duerme.
Luego transfórmate en esencia que se diluya en un rayo de luna y sin ruidos penetra en el universo, desde allí podrás poseerme.

II


Las estrellas fugaces son intentos de libertad que caen al vacío, desfallecen en el silencio que nos habla de fracasos, se adormecen en el infinito sin amas nodrizas ni cobertores tibios.
La libertad perdió su madre el día que abrió sus ojos a la realidad.

III


Me tiendo sobre un páramo de ruidos para invocar los sonidos del silencio.
Me descubro fragmentada, sin rumbo y no escucho mi voz interior porque perdí el camino del reencuentro.
Tal vez duendes maliciosos dibujan su negrura en mis oídos, destruyan el canto de los pájaros, amordacen el violonchelo del mar, conviertan el seseo de la brisa en zumbido despiadado

*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar

 

 

 

 

DESVARÍOS DE VIENTO*

 

Dicen que los esquimales tienen cien formas de nombrar la nieve
Ah!!!!! Que abundancia de palabras y yo… que apenas digo durazno… fruto o misterio
y me parecen que son como cien siglos de inventar el cielo esa herrumbre de dios… que nos aleja

que nos acerca.
REYNALDO GARCÍA BLANCO

 

Lo ha buscado más allá de esta vida.
Lo halló en el temblor del agua de los charcos natales.
Un muñeco de palo y una niña.
La soledad del mundo se enreda entre sus pasos.

Cuando la infinitud era un agobio,
El viento, extenuado de tantos desvaríos.
De los guetos. De los villorrios pobres.
De los pasillos tristes.
De las muertes.
De la Historia. Violada. Violentada,
En el hueco fragante de su pelo dormía.
Después, la partida, el adiós… y la espera.

¡Ah, como lo esperaba!
Ni el fragor de la rosa, ni la cruz de rocío.
Ni olor a durazno. Ni la naranja de oro.
Nada, atenuaba el hastío.

La mujer ya no espera. Pero espera la niña.
El viento no es el mismo, sí lo es, la soledad y el desamparo.

No volverá, aunque vuelva.
Sus ímpetus. Su desgarrado amor.
Sus cansancios.
Jamás serán los mismos.
No volverá lo sabe, pero en noches de calma
Agudiza su oído, extiende la jungla de su pelo.
Y aunque muera en la espera, aguarda,
Los locos desvaríos del viento, adormecido.

Mientras tanto. Cruzando el mar.
En el mar infinito.
En las eternas costas.
El viento, muerde la carne tibia de abedules.
Se revuelca en la nieve.
Bebe de la ardiente garganta de una leona.
Es un lobo estepario, sin memoria.
Y cuando la finitud es un agobio.
Siente un leve cosquilleo en el pecho.
Un olor a duraznos.
Y una geografía sin materia. Sin retorno.

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar

 

 

 

DE TUERCAS Y MOTORES*

 

 

 

*Por Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar

El taller del gordo, le decíamos. Todos lo conocían así. El taller y la casa de familia estaban casi lindantes a la nuestra, a no ser por un pequeño predio, con un elemental lavadero de vehículos. Ocupaban la esquina, aunque allí le agregaron en ese tiempo, dos columnas, una pequeña losa, como una visera, y un surtidor de naftas, que nunca tuvo una aplicación muy comercial. No más de un par de veces he visto cargar allí combustibles, a no más que un par de vehículos.
Eran tan pocos los autos y camiones que había entonces en el pueblo, y casi todos de los primeros modelos, hasta incluso la década de 1930. Aquellos de capota de lona y guardabarros acucharados. En la década del cuarenta el mundo estaba en la segunda gran guerra, y recién después del cuarenta y seis se vieron algunos nuevos. Eran escasos, modernos y aerodinámicos en comparación.
Eso trae que mucho trabajo no tendría un taller de entonces; pero también sucedía que había pocos, y los vehículos envejecían rápidamente en aquellos caminos de polvo, o huellones y barrizales, y cada tanto había que reacondicionarlos.
Tampoco el lavadero se ocupó más que alguna vez. Así que nosotros los chicos del vecindario, lo usábamos como patio de juegos, junto a la vereda de gramilla y la calle que de este lado no tenía cuneta, aprovechando que muy de cuando en cuando pasaba alguien.
Un primo de papá, había comprado, un camión “guerrero”, un GM color verde oliva, rezago de la guerra, con tracción en las cuatro ruedas Los días de lluvia, en los que no se permitía transitar para no estropear las calles, pasaba frente a casa transitando por la otra vereda llenas de yuyos, dejando profundas huellas, desgarradas con las tremendas ruedas “pantaneras”, en el barro blando.
Los gitanos, que siempre tenían camiones o autos para vender, rejuntados de partes y modelos, solían venir y ellos mismos trabajaban de mecánicos. Nosotros nos acercábamos curiosos y nos reíamos divertidos, de sus dichos y palabras extrañas.
Un ómnibus de media distancia comenzó parar en la esquina, teniéndola como terminal. Desde allí salía en sus dos o tres viajes semanales al norte de la provincia¸ todos caminos polvorientos y alejados. Nosotros jugábamos, los varones, pateando una pelota de cuero, que solía picar mal, porque la pelota no era del todo redonda, y el suelo y la cuneta, si bien playa, tampoco eran muy parejos. Nuestra práctica era patearla como venga, cuanto más alta o más lejos mejor, siempre que no pasara el tejido de enfrente. Una siesta pateábamos la pelota de ese modo, mientras el ómnibus permanecía ajeno en el centro de “la cancha”, en espera de su partida. En uno de esos piques, voleé la pelota con todas mis fuerzas, alto, alto… La pelota giraba descentrada mientras venía cayendo, y cayó justo para romper el vidrio trasero con un espeluznante crujido y desparramo de vidrios.
Corrimos a refugiarnos, pero mi hermano ya “mayor”, habló con el dueño y todo terminó felizmente.
Yo comencé a ir por las tardes a “ayudarle” al gordo. Lavaba las piezas que desarmaba, le alcanzaba una herramienta, o hacía algún mandado. Esas tardes pasaron a ser muy emocionantes, especialmente por una sobrina que asomaba igual que yo, a los once años; que usaba un prendedor con una margarita en el pelo, y tenía una mirada y una sonrisa que me erizaban la piel… En el barrio había otras chicas con las que éramos también compañeros y vecinos, muy bonitas; pero era ella la que me hacía sentir aquello. Era ella la que me aguardaba para ir a la escuela, esperándome frente a su casa hasta que yo salía, y entonces sentía sus pies de niña alcanzándome, y mirándonos nos sonreíamos, y podría jurar que flotábamos en nubes y estrellas, hasta cerca de la escuela de ella, donde nos separábamos. Al regreso solíamos encontrarnos en la plaza y volvíamos lentamente, flotando…, soñando. Casi no hablábamos, a veces sí, pero nos entendíamos con la mirada. A veces nos demorábamos un momento en un banco de la plaza, contándonos proyectos, o nimiedades; pero antes de llegar a casa nos separábamos. Era tan tímido que no hubiera soportado una pequeña burla de mis hermanos o de mis hermanas, y menos una mención de mi mamá. Después; el tiempo se encargó de desarmarlo todo, pero no pudo borrar ciertas huellas que se graban para siempre.
Así que esas tardes del taller fueron inolvidables.
El gordo, era un ropero, alto y grueso por todas partes. Era grueso su cuerpo, sus brazos, su cuello, su rostro; casi de niño, redondo y oscuro, nariz y orejas pequeñas, cabello muy enrulado y un minúsculo bigote ralo, mínimo, como hecho con un lápiz. Vestía siempre un mameluco, o jardinero azul, y camisa de mangas cortas. Era ceñudo, como de un enojo constante, aunque poco creíble; así hablaba a los gritos, “mandoneando”, o mezclando estentóreas carcajadas. Para mí, entonces, tenía una edad indefinida, era un adulto, y además “era grandote”, podría tener cincuenta, o cuarenta, como mi papá; pero después supe que no, que era muy joven, recién casado y con una beba.
Estaba armando su propio vehículo, mitad auto, mitad camioneta. En aquel entonces tenía el chasis, las ruedas sin guardabarros, el motor, y muy poco más. No tenía asiento y ponía un par de cajones con una manta para ir con su mujer a Reconquista, o hacer alguna compra. Marchaba después de muchos manijazos, ya que le faltaba el motor de arranque; y llenaba el taller de humo, atronando la calle, ya que casi no tenía escape. Salía sólo una o dos veces por semana, pero estaban casi toda la tarde afuera, dejándome alguna pequeña tarea, y Zuni venía a “ayudarme”, pero nosotros sólo sabíamos reírnos divertidos de cualquier ocurrencia. Volaban aquellas horas y de golpe escuchábamos a lo lejos el inconfundible ruido del motor regresando por el fondo de la calle. Espiábamos asomándonos a la esquina, y los veíamos avanzar, como una estrambótica araña de dos cabezas, arrastrando un remolino de polvo blanco y humareda azul, brincando con los barquinazos de la calle…
Una tarde, en que el gordo optó por silbar partecitas de un chamamé, mezclando carcajadas y expresiones de su Goya natal, mientras desarmaba un carburador, de un camión roñoso, modelo del 35, que íbamos a desmantelar para reconstituirlo, incluyendo pintura completa; llegó un criollo en una alta jardinera de dos crujientes y esqueléticas ruedas, casi como el viejo y sufrido caballo blanco, que mostraba sus huesos tanto en el anca como en la cruz.
Ofrecía un motor de arranque “en buenas condiciones”, que vaya a saber de donde lo habría obtenido el hombre, por sólo veinticinco pesos. Era barato. Y el gordo lo necesitaba como el agua para su “chatita”, como él aseguraba que terminaría siendo. Nuevo, ni soñar. Aquella vez todo era usado. Todo tenía valor. Todo se vendía. Un guardabarros de auto, de bicicleta, el volante de una máquina de coser, un destapador de vino, una mecha, un bulón, lo que sea…
-Eso sí, lo podría traer la semana siguiente…,- Porque no lo tenía consigo.
-Está bien…- Dijo el gordo, sin mostrar la impaciencia que sentía…
A la semana cayó el hombre, con la misma jardinera, y milagrosamente con el mismo caballo; y sin decir palabra le mostró la preciada pieza, enterita, bien presentada…El mecánico la acunó casi, la vio perfecta; se le había dado justo…
Pero con toda indiferencia sacó del bolsillo veinte pesos, y pretendió pagarle; pero el hombre puso cara de disgusto…, y frunciendo el cejo le dijo:
-No mi amigo, un trato es un trato; quedamos en veinticinco pesos…
-No; usted está equivocado, quedamos en veinte…
Y así discutieron, para sorpresa del criollo, que no esperaba que le salieran con eso. Que sí, que no…
El tampoco quería perder la operación.
De pronto tuvo la idea salvadora…
-Allí está el chico…- Se refería a mí, por supuesto. –El puede decir cuánto era…
El gordo me miró y ví su cara iluminada. Tenía el árbitro de su lado. El chivo cayó sólo en el lazo, el viejo no pensó en eso…
Pero vi la mirada del viejo. Parecía decirme que confiaba en mí. El no podía concebir que YO pudiera defraudarlo. El parecía saber que era un chico honesto, limpio…; pobre viejo…
Y yo no lo defraudé.
Miré la cara aniñada del gordo, no bajé la vista para nada…, y le dije:
-No, Don Raúl, eran veinticinco pesos…-
El mecánico, se aguantó las ganas de gritar, de zapatear…, y sacó del bolsillo lo que faltaba, y le dio al criollo su plata…
Sé que fue justo, pero todavía me asombra mi actitud de aquella tarde.
Creo que el primer impulso del gordo, habrá sido comerme crudo; luego, seguramente, no se sintió muy orgulloso delante de mí, por su intento. Hasta creo que terminó valorando la actitud del pequeño Quijote.

Epílogo:

Más de veinte años después, cuando comencé a pasar lo domingos en la balsa cruzando el río Paraná, para cubrir la gerencia del banco en Mercedes; me pareció verlo sentado, en cubierta, afuera de la sala de máquinas. Igual. Todo igual…Como si estuviera delante del mismo gordo, de la misma edad de aquellos tiempos
Titubeante, me acerco y sintiéndome descolocado, recordando su apellido, le pregunto:
-Perdón, pero Ud., ¿Podría ser de apellido Lorenzo…?
Levantó su mirada con dudas…
-Si. ¿Por…?
_Y tiene un hermano mayor…,¿De nombre Raúl?
Soltó su clásica risotada…
-¡JA, JA, JA…! ¡Yo soy Raúl!… – ¿Y vos?…
No lo podía creer, ¿Y los más de veinte años… dónde los había dejado?
Le dije quien era. Quiso saber de mi madre, de todos nosotros. Ambos nos reencontramos con un trozo de vida, aquel domingo de sol y de río: y muchas veces nos volvimos a sentar hablando, pero juro que nunca me animé a preguntarse por la Zuni, su pequeña y hermosa sobrina.

 

Con el alma en las manos*

La  caricia  busca una oculta almohada para acunar los sueños, el

regazo perdido, ese oscuro saber vuelto perfume

 

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

 

 

 

 

Conjuros para que el 2012 se vaya en paz*

 

 

*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com

* Colocar dos ruedas de bicicleta en las ancas de diciembre y sostenerlo sobre un plano inclinado. Producir una fosforescencia beckettiana sobre los cuatro puntos cardinales y sostener el último esbozo del año sobre la cúspide de los buenos deseos. Luego soltarlo compasivamente. Intentar eso.

* Proteger con la palabra siempre, la palabra nunca y con la palabra nunca, la palabra siempre.

* Poner a reposar, detrás de la luna, las flores y los vicios que no nacieron todavía.

* Encontrar por casualidad la luz mágica del último sol en el último universo.

* Amar de pie durante toda la noche hasta escuchar los latidos de otro corazón en el pecho propio.

* Abrir las ventanas para que entre volando el pez redondo de aletas bordadas con lentejuelas y darle de beber las lágrimas derramadas. Una vez embriagado con el agua de la pena, dejarlo ir al alba, convertido en caballo blanco o recuerdo último.

* Salir de las grandes profundidades del mar o la memoria en puntas de pie, para no pisar el sueño de los peces.

* Prolongar el tiempo juntos.

* Entreabrir un cielo semejante a los mares de la luna donde guardar el eco de todos los desamparos.

* Reconocer las voces demoradas en esa gran distancia que separa las primeras señales de las últimas.

* Sentirse completamente perdido donde se esté perdido; completamente a salvo donde se esté a salvo; completamente agujereado donde se esté agujereado; completamente roídos donde nos estén royendo; completamente iluminados donde nos estén iluminando. * Vaciar de contenido ciertos nombres para abrirles las puertas a otros nombres con nuevos contenidos.

* Darse de beber de orilla a orilla.

* Tener miedo de las grandes palabras, de los chistes geniales, de los condones empastados, de los cuervos que se creen mariposas, de los fulanos que se creen hombres, de los cisnes que se creen sapos, de los sapos que se creen rosas, de las rosas que se creen crisantemos, de las damas de compañía, de los cobradores de impuestos, de los pájaros asombrillados, de los ángeles que vienen a deshora.

* Multiplicar los dones y los panes, los sueños y la paciencia, las elipses de la vía láctea y el color azul de los fantasmas.

* Hacerse puro aliento de pájaro. Puro sexo de dragón. Puro poniente negro. Puro enchastre genital. Hacerse pura memoria, pura nube que se va clavando en el azul inmenso.

* Producir una lluvia de domingo en pleno martes, llevar el sol del martes al domingo, colocar la noche del viernes en el lunes, sacar el amanecer del jueves y subirlo al miércoles, generar un atardecer de sábado infinitesimal que interrumpa el orden de los sucesos.

* Empujar hacia atrás, con movimiento decidido, lo que es de atrás; luego con un ruido futurista y esperanzador dar somera cuenta a la superstición del almanaque y avanzar.

* Desnudar los ojos, ignorar las piedras que lastiman, vivir dos siglos en un minuto sobre un pecho latiente.

* De un salto subir a la popa del navío que nos aguarda.

* Ampararse bajo la magnolia sedosa y crear un lugar de reposo hasta que el año se vaya con todas sus pompas.

 

-Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-36967-2012-12-22.html

EJERCICIOS DE OLVIDO*

No es para vos que escribo,

es para mi,

solo para mi.

Guardo el candor de suponer

que si me digo mucho

terminaré aceptando,

terminaré aprendiendo.

Me exorcizo de este amor

a través de las palabras,

me resucito a mi antigua

condición de ausente,

de dormida,

de sigilosa sombra,

de borrada.

Me escribo

no para marcarme,

sino para diluirme,

me fragmento,

me desmigo,

vuelco el alma,

la vierto en mis manos

y la acuno

o la sacudo

según juzgue que necesita dormir

o despertarse.

Es para desaparecerme

que escribo,

para no verme,

para usar las manos

como último recurso,

como único ejercicio

de endurecer el alma.

No es para vos,

escribo para mi,

para olvidarte.

*De Alejandra Morales.

INVENTIVA SOCIAL*

Al Lic. Eduardo Francisco Coiro

La sociedad va a reinventarse a sí misma
en la persona y corazón de una niña
de doce o catorce años
al final de un invierno y de una guerra;

va a inventarse otra vez
hombre por hombre
sin miedos entre el hombre y la víbora
entre la araña y el hombre
entre hombre y tiburón
entre el hombre y su vecino
la plantita venenosa arrancada de raíz
y la rosa sin precio en florería

Mujer por mujer
tiene que reinventarse
en la persona o corazón de un niño
al final de un tornado terrible
donde ya casi nada estaba en pie

Y cada uno nacerá de todas las muertes
menos los peores asesinos
Y cada uno habrá aprendido a amar
desde tanto dolor acumulado.

Cada grano de arena será bello
y se enamorará de la luna
y será para siempre correspondido.

y volverán
a reinventarse el silencio
y la risa
la pelota de fútbol sin dueño
el bastidor para bordar las flores
la bicicleta con luces y timbre
la cocinita para hacer postres en cumpleaños
el lápiz para aprender a no tachar

un país sin bandera ni fronteras
un planeta sin bancos de usura
una mesa redonda y un pan

un aire transparente para verse los ojos
y que sea imposible mentir u odiar
Nunca más plazas de toros
nunca más gallos de humana riña
nunca más caza deportiva
polígonos de tiro,
motines trágicos,
panoplias monederos y cadenas

La humanidad que muere para sembrarse
renacerá en sociales inventivas
donde no tenga su interregno el miedo,
donde ya nadie más secuestre niños
asesine a su novia o esposa

la sociedad donde ganan los malos
que se quede con lo que destruyó;
el mundo en su aritmética de guerras
que se muerda su cola de dragón

Que renazcan el niño que no pudo ser niño
la enamorada que no pudo dar a luz
el poeta fusilado por la espalda

Que no vuelvan dineros ni relojes
ni látigos ni bombas de terror

La humanidad que había en tantos versos
y tantas veces cayó pisoteada
que vuelva a ser lo que no pudo ser hasta hoy.

*De Rubén Vedovaldi. RubenVedovaldi@netcoop.com.ar

-Febrero 2009

***


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Los números de 2012

Publicado: diciembre 30, 2012 en Uncategorized

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2012 de este blog.

Aquí hay un extracto:

The new Boeing 787 Dreamliner can carry about 250 passengers. This blog was viewed about 1.000 times in 2012. If it were a Dreamliner, it would take about 4 trips to carry that many people.

Haz click para ver el reporte completo.

-Textos de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com/

 

 

RITO*

 

Celebramos nuestro rito cada día adorando a nuestro dios rectangular.
Rendimos culto a una pantalla
o a las fugaces sombras que la habitan.

 

Reímos a la hora de la risa,
lloramos cuando el llanto es la consigna,
nos postramos ante el último profeta
salido de las entrañas de un showtime
y adoramos sin mesura la sublime palabra
de modernos predicadores con corbata
que nos hablan de los muertos convenientes,
de los que son noticia, de aquellos que no mueren
en oscuras callejas o al borde de una idea,
de aquellos que no caen de un andamio
ni llenan sus pulmones de inmundicia
en el oscuro fondo de una fábrica
o en los túneles ciegos de una mina.

 

Pero también esos cadáveres anónimos
que mueren día a día sin violencia
en el turbio corazón de la metrópoli
son una herida en el alma de las nubes.

Yo canto por los muertos que se miran
el rostro cada día en los espejos;
canto sus ojos graves, resignados,
su desencanto crónico, su antiguo
cansancio que no cesa.

Yo canto por los muertos
de los que nadie habla, los anónimos
silenciosos fantasmas ambulantes
que no siembran estelas ni levantan
murmullos a su paso, los que venden
su tiempo en una esquina, los que callan
y dejan que la vida les aplaste
sin un grito ni un gesto ni una lágrima.

Manos

Se miró una vez más las manos. Lo hacía constantemente en los últimos días. Desde lo del tren, las sentía como algo ajeno, algo que en realidad no formaba parte de él pero que estaba ahí, como una especie de entidad parasitaria, un virus que amenazase con propagarse de forma fulminante al resto de su cuerpo, pero que, en cualquier caso, no podía ser exterminado ni aislado. Sólo quedaba entonces una especie de resignada desconfianza y ese gesto ya casi mecánico de contemplar con insistencia sus propias manos como si en realidad fuesen las de un desconocido, y hubiese que estar atento para saber qué hacía con ellas.
No puede negarse que, después de lo ocurrido, las manos habían vuelto a comportarse normalmente, sin apartarse un ápice de su rol establecido. Igual que antes de ese frío día del carbón y los muchachos corriendo, sus manos tocaban, aplaudían, acariciaban, sujetaban, escribían cartas y palmeaban espaldas como siempre habían hecho.
Pero ese día, cuando sus ojos vieron venir a los chicos corriendo (eran rostros de frío, eran cuerpos de hambre, eran manos heridas de miseria, eran piernas enfermas de injusticia, eran ojos de muertos que caminaban, de muertos que corrían en busca de una pequeña brizna de esperanza, encerrada esta vez en ese negro carbón que viajaba silencioso por las vías) las manos obedecieron órdenes que su cerebro no había pronunciado. Con implacable lentitud montaron el arma, apuntaron, hicieron fuego. Cuando el chico cayó al suelo, no hubo remordimiento. No podía haberlo. Él no había hecho nada. Fueron las malditas manos, como gobernadas por alguien que de repente hubiera asumido el control, quienes hicieron todo eso de forma tan eficiente como rutinaria. Por eso ahora se mira tenazmente las manos, como tratando de descubrir algo que sabe imposible. Por eso casi no duerme, temiendo que alguna de estas noches las manos vuelvan a actuar por su cuenta, temiendo que esas manos de otro se deslicen furtivamente por su pecho y sigan subiendo, con infinito sigilo sigan subiendo hasta cerrarse blandamente en torno a su cuello, privándole poco a poco del aire y haciendo que el sueño se transforme en otra cosa aún más nebulosa, quizá un territorio de trenes y muchachos famélicos con ojos de hambre antiguo buscando un poco de carbón para calentarse en ese otro lado del que no se regresa.

Laberinto

En nuestro propio laberinto

podríamos creer que somos dioses.

Pero es una ilusión. Aunque lo hayamos

arduamente creado, tejiendo encrucijadas,

edificando muros y abriendo galerías,

no nos es dado conocer su centro

ni descifrar su nebuloso código

de circulares ecos y vastas soledades.

En nuestro laberinto

apenas somos desorientados minotauros

en espera de un sol o de una espada.

 

 

PASAJERA

–        No me gustan las despedidas – había dicho mi amigo Luis.
Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva… Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que
alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.

Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren – pensé – lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.

Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa… Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas…

Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.

Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)

Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró
impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.

Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. «Esta es – pensé – una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado».

Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.

Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de Africa y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados… Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día,
sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.
Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.

Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.
Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.

Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.

Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.
No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.
En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.

Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con
sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.

Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el
revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las
trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de
esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.
Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.

El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.

Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas. El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada
estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.

En cambio, sólo atiné a decir: «Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa» El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.

Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.
Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.

Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado
catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.

 

Otredad

Añoro caminar por otras calles
indagar otros rostros, dispersarme;
abrazar otros cuerpos, adaptarme
al ritmo de otras muchedumbres.

No sé si es escapar o renacerse
pero en mis manos hay palomas
que no son de esta plaza

EL TUNEL

Cuando entré en el túnel, (quizá esperaba andrómedas, efluvios, mariposas) la oscuridad me cegó. Con alivio, sin embargo, sentí la frescura y la sombra que me proporcionaron sus húmedas paredes. Afuera, el sol abrasaba la llanura desnuda y las piedras calcinadas del desierto habían lacerado amargamente mis pies descalzos. Ciegamente, tratando con desesperación de alejarme de aquel sol que con tanta fiereza había herido mis carnes, fui internándome en el túnel hasta que las fuerzas me abandonaron y caí exhausto, cerca de una minúscula corriente de agua que, resbalando por la piedra, había formado una especie de regato que fluía con rapidez hacia el interior. Imposible recordar si llegué a mojar mis doloridos pies en el agua fresca antes de quedarme profundamente dormido. Al despertar, noté con asombro que mis heridas habían cicatrizado y el agotamiento había desaparecido, al igual que la sed, pero mis ropas estaban húmedas y esto me hizo sentir algo de frío. Renovado, me incorporé, y buscando a tientas la fría pared del túnel, eché a andar en la misma dirección (creía) en que caminaba antes de mi desfallecimiento.
Cuando entré en el túnel, no me había planteado la posibilidad de tener que hallar más tarde una salida. En aquellos momentos de infinito dolor, lo único que me importaba era encontrar un pronto alivio a mis penosas quemaduras y a las cruentas llagas de mis fatigados pies. De haber podido hacerlo, hubiera cambiado un Universo por unas gotas de agua y un poco de sombra. Ahora, al despertar de mi letargo (pero ¿cuánto duró la inconsciencia? ¿Acaso soy ahora el que fui antes de llegar aquí?) las circunstancias habían cambiado. La humedad me había calado la ropa y también el pelo, por lo que el frío se presentaba como el principal enemigo.
Resultaba entonces de inaplazable urgencia encontrar la salida de aquella cueva que se hallaba sumida en la más cerrada oscuridad. Con gran lentitud, con no menor precaución, fui recorriendo el suelo rocoso, siempre tratando de no alejarme de las paredes. A causa de mi inadaptación al medio en que me veía obligado a desenvolverme, no fue tarea fácil avanzar, a consecuencia, en parte, de la densidad desconocida de aquella negrura que me envolvía.
Algún tiempo después, no obstante, mis ojos fueron acostumbrándose a las tinieblas y pude comenzar a distinguir el borroso perfil de algunas cosas.
No dejé de advertir (confuso, maravillado, esperanzado, quizá algo asustado) otras sombras que se movían a mi alrededor, en distintas direcciones, con mi misma incertidumbre. Supuse que serían otros pobres desgraciados que habían tenido, como yo, la mala fortuna de haberse extraviado en el túnel. Con tristeza, intuí que algunas de esas sombras pertenecían a gentes que había frecuentado antes, en el exterior, pero ¿cómo reconocerlos ahora, inmersos en la oscuridad? ¿cómo ser reconocido por ellos, aun cuando hubiésemos podido ser buenos camaradas?
Al principio, no pensé que pudiera tratarse de un túnel tan largo, pero el tiempo iba transcurriendo y el final no aparecía ante mis ojos, ni siquiera una insignificante señal que pudiera inducirme a concebir la menor esperanza. La sorpresa inicial fue dejando paso a un periodo de incredulidad y, más tarde, a una violenta desesperación que no admitía frenos. En aquel tiempo fantasmal, fui asombrado testigo de mis propios gritos resonando por todo el ámbito del tenebroso túnel, multiplicándose contra las paredes, perdiéndose en las bóvedas invisibles. Tampoco era infrecuente sorprenderme golpeando los negros muros de piedra fría, o simplemente apoyado en ellos,
llorando con amargo rencor mi desventura. Después se apoderó de mi ánimo una testaruda impotencia que me arrastró a la concienzuda inacción. Pasé mucho tiempo sentado en medio del túnel, acurrucado en mí mismo, convocando secuencias del pasado, sintiendo cómo el frío penetraba en mis huesos, dejándome morir sin esforzarme lo más mínimo por evitar o atenuar el previsible desenlace. Hubo sombras a las que conocí en esa época de horas terribles y atormentadas, sombras con las que llegó a unirme el doloroso
lazo del irreparable extravío en la oscuridad. Pero sabía que tales amistades habían de ser, por fuerza, efímeras, ya que nunca seríamos capaces de reconocernos en el exterior (si en verdad ese concepto era aún posible) y cuyos caminos, por tanto, habían de seguir siendo ajenos a mi propio caminar derrotado (pero entonces, a pesar de todo, todavía estaba convencido de poder encontrar, algún día, una salida). Vino luego un tiempo de silencio en el que pude sustraerme a la profunda depresión que me embargaba. Me vi entonces abocado a la resignación más absoluta. Y seguí caminando, sin fe, con indiferencia, en busca de alguna luz que me indicase el final del túnel, luz que, por otra parte, no esperaba hallar. En esa época, solía añorar las violentas embestidas del sol y la furia cortante de los agudos guijarros y
el asfixiante calor, porque ya el frío había penetrado hasta las más hondas profundidades de mi entraña. Pensé no ser sino una de aquellas pequeñas gotas de agua que resbalaban por las paredes, produciendo a veces destellos que semejaban una rendija de luz. Entonces, todos nos lanzábamos hacia allí para descubrir que no se trataba más que de eso: agua fluyendo de las hendeduras de la roca y burlándose, una vez más, de todos nosotros y de nuestros absurdos sueños de libertad. Porque éramos muchos los que vagábamos por el túnel en busca de esa hipotética salida en la que nadie creía realmente. Algunos habían vuelto sobre sus pasos tratando de encontrar el lugar por el que habían entrado, mas todos fracasaron en el intento (o quizá no, ¿cómo saberlo?). Al cabo de un tiempo, volvían a vagar junto a los otros, tan desorientados como cada uno de nosotros. Un hombre viejo (una sombra de voz apagada y caminar lento) me dijo en una ocasión que lo más importante era, precisamente, no desorientarse, seguir siempre una misma dirección. Basándose en la tesis de que «no hay túnel que no tenga, al menos, dos extremos», sostenía que alejándose siempre del que se utilizó para entrar, por fuerza ha de llegarse al otro. Aunque no se sabía de nadie que lo hubiese conseguido, esta máxima alentó mis pasos por un tiempo. Más tarde, decidí aplicar el conocido teorema que dice que «viajando a mayor velocidad, el tiempo de recorrido es menor» teorema en el que nadie confía en exceso y que, como puede fácilmente comprenderse, no es aplicable en absoluto a nuestra actual condición. Finalmente, cansado por el frío, desanimado por la larga soledad, comprendí que las teorías, aquí en el interior, no tienen el mismo sentido que afuera. ¿Quién puede afirmar que la longitud del túnel es fija, que no varía en función de cada individuo, del punto de entrada? ¿Cómo asegurar que existe una salida, si de todos los que
nos hallamos aquí, no hay uno solo que la haya visto? Podemos asegurar, eso sí, que hay una entrada (o muchas) o que alguna vez la hubo. Quizá ya no exista. Quizá estemos aislados para siempre del mundo exterior. Quizá no seamos sino el sueño de un neurótico. (¡Pero tiene que haber una salida! Todas las voces la niegan. Todas excepto una, la más dulce, la más adorable de todas las voces. Ella me dice que sí, que hay una salida, que acaso esté lejos, que la busquemos juntos. Pero luego, la voz se va apagando hasta convertirse en un susurro que muy pronto deja de oírse y me pregunto si no vendrá de un sueño).
Hace mucho, muchísimo tiempo que me hallo en el túnel. Las sensaciones me han abandonado. Apenas si soy capaz de sentir este frío intensísimo que siempre me acompaña. Mis pies caminan siempre en la misma dirección (aunque ¿cómo saber si esto es cierto? ¿cómo orientarse en medio de la oscuridad, de las sombras que van y vienen, de las voces preñadas de confusión?) pero ya no sé si lo hacen con lentitud o deprisa. Mi cerebro funciona cada vez más despacio y apenas tengo reflejos. Algunas veces,
pienso que si no me hubiera quedado dormido cuando entré en el túnel, si hubiera avanzado con decisión hacia el otro extremo, todo esto no hubiera llegado a suceder jamás, pero los demonios del sueño, sin duda, esperaban su oportunidad y la aprovecharon de la mejor manera, cerrando para siempre todas las entradas y privándome así de la tan necesaria libertad que mi alma reclamaba y aún reclama desde esta implacable prisión de oscuridad. Sé que hubiese podido alcanzar el otro extremo antes de anochecer, pero ahora ya todo es inútil. Un pensamiento confuso borra otro no menos incomprensible.
Debe ser la noche eterna. Paso horas enteras quieto, apoyado en alguna de las paredes, con la vista fija en el vacío, con la mente en blanco y el corazón helado, preguntándome si llegaré a formar parte del túnel, si algún día seré una de las múltiples rocas que obstaculizan el paso. Porque ya no he de salir de aquí, me atormenta, obsesiva, la idea de que pude conseguirlo en otro tiempo si realmente lo hubiese deseado. Ahora sólo queda el tiempo que no se agota, el frío que no cesa. Y la voz que acaricia…

La ciudad

La ciudad es un monstruo de fauces entreabiertas,

feroz depredador de encrucijadas,

mastodonte cruel y apasionado,

despiadado y amante.

La ciudad es un viento de paredes

que forman laberintos de asfalto y decepción.

La ciudad es un gato escabulléndose

tras la negra trinchera de un cubo de basura.

La ciudad es un contrabandista

de luces de colores que incitan a la vida.

La ciudad es tristeza derramada

sobre viejas aceras y adoquines que brillan

al peso inconsistente de la lluvia.

La ciudad, esa máscara doliente.

La ciudad es silencio de unos pasos,

son voces desatadas que atruenan las callejas.

La ciudad es refugio, estercolero,

es un perro sediento y peregrino,

un viejo que medita su cansancio

y un viejo que camina sin caminos;

vendaval y quietud, bares cerrados,

soledad, agonía y esperanza,

noche y día, amor y desengaño.

Hija de los esfuerzos de los hombres,

pervive maternal y milenaria.

Es un ángel perverso de labios anhelantes.

La ciudad…la ciudad es una diosa

posesiva y ansiosa, entregada y cautiva.

Mirar el mar

Mirar el mar

al este el norte el sur

pintarlo en el oeste con el fuego

verdoso de las tardes otoñales

Ver el mar devorando a sus crepúsculos

escuchar sus latidos cada noche

sus canciones de espuma y marejada

memoria de otras noches y otros mares

Pintar el mar sumirse en él desembocarse

ebrios de mar amarse desbocarse

Mirar el mar de mar emborracharse

ser orilla y temblor y acantilado

caer caer caer entre las olas

mirar del mar el mar inolvidable

y no poder cruzarlo para verte…

 

Inventren

Al amigo Coiro, que sueña trenes.

Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. «Ese estrago no es obra de niños» dice el Gringo. El Gringo era actor. Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.

Si nos acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno, multiplicando la aridez de este paisaje.

Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías por las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro. Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia, una vieja balada de destierros y encuentros.

Dentro del inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el ferrocarril. Fueron años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos. Luego todo terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela, el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es posible despertar.

Por eso no es extraño que haya sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las paredes desnudas. Habrán aprovechado las baldosas. «No es mucho, la verdad» murmura el Gringo. «Hay que ser cautos» dice alguien. «No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá».

Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar más agradable para esperar. Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección imaginaria.

Un rato más tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un susurro: «Son ellas». Caminan despacio, quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la dirección a seguir. Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión. Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un par de veces.

Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos escapar.

Luego, todos callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido. Alguien pregunta «¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?». Es una pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego. «¿Y no es siempre así en la vida?» se pregunta uno de nosotros, imposible saber quién.

Ha ido llegando más gente. Unos charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La mañana va floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos –o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. «Habrá sido un camión» farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del oficio. «El viento lo habrá traído desde la ciudad» musitamos, tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión. De pronto alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: «Allí, allí». Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos gustaría ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común: «Vamos subiendo. Es la hora».

¿Adónde irás?

¿Adónde irás, pequeño

ángel mendigo de sol y de silencio?

¿Acaso han de juzgarte las estrellas

por haber merendado sonrisas de oreja a oreja

de simpáticos vendedores a comisión

de sepulcros llameantes metalizados en gris?

¿Quién te buscará entre las paginas amarillentas

de un polvoriento libro de poemas?

¿Qué será de tus juegos infantiles

archivados en la noche de los tiempos?

¿Adónde irás cuando el sol te abandone

y te arrebaten el silencio que te acompaña?

¿Adónde con tu soledad de vampiro?

¿Dónde sepultarán tus trenzas imaginarias

de astronauta abandonado entre las flores?

Tu expresión conspirante de una juventud negada,

la huella imperdonable del trabajo,

el polvo y el sudor y el esfuerzo rutinarios,

la sonrisa triste de tus labios resquebrajados,

¿Adónde irán? ¿Adónde

desesperadamente viejos y cansados

nos conducirás cuando tus manos encallecidas

no puedan ya elevarse sobre nuestras cabezas

y tu voz oscurecida no pueda ser escuchada

ni aun por aquellos escasos oídos que en la tarde

se postraban ante tus vírgenes quimeras

haciendo del espacio un bosque fiero

donde escapar contigo del asfalto?

¿Quién besará tus labios más allá de la noche?

Antes serás demonio sobre el sueño

pero cada despedida es una paletada de tierra

y crepúsculos tormentosos se ciernen amenazantes

sobre nosotros los desesperados

soñadores de galaxias entrelazadas.

DE LA FUERZA DEL NOMBRE

I

El Coiro me manda un enigmático y brevísimo correo donde dice: «¿Podés escribirme algo sobre Casbas?». El nombre no me suena de nada, por lo que abro el Firefox y busco en Internet. El primer enlace conduce hasta un pueblo de Huesca cuya existencia ni siquiera conocía (Huesca es la provincia limítrofe por el norte con Zaragoza, donde vivo), un pueblo pequeño hacia el este, cerca de Abiego y Bierge, nombres que sí reconozco. Y puesto que nunca antes he estado allí, me digo: «¿Por qué no?», pensando que lo que mi amigo argentino quiere es información de primera mano sobre este pueblecito, y nada más natural, por otra parte, que me pida el favor viviendo yo tan cerca del sitio en cuestión.

Así que al otro día meto unas cuantas cosas en una bolsa de deporte y me echo a la carretera. Camino durante un buen rato, hasta que un auto negro, un Renault 5 con más de veinte años, se detiene junto a mí. El conductor, casi un adolescente, me pregunta: «¿Te llevo?». Por supuesto, acepto. Él tampoco conoce el sitio. Su acento le delata: es gallego. Con una sonrisa franca, confirma mi sospecha. Dice que va al norte, a los Pirineos, sólo por ver la cordillera. Le han hablado de parajes extraordinariamente bellos, aunque no recuerda bien los nombres o los mezcla o los confunde. Para no resultar redundante, le menciono sólo cuatro lugares (también escribo en un papel los nombres y la forma de llegar hasta allí) que en mi recuerdo crecen más y más conforme se aleja el tiempo en que me fue dado visitarlos. El primero es el Forau d´Aigualluts, en el Valle de Benasque, una pequeña explanada rodeada de montañas donde, a veces, se tiene la sensación de que llueve hacia arriba. Es lo más lindo que yo vi nunca. El segundo, un pueblo llamado Aínsa. El tercero, aunque he de confesar que no me impresionó cuando estuve allí, es el Monasterio de San Juan de la Peña. No sé que es, pero hay algo desconcertante en la montaña donde está situado, algo feo y sin embargo inolvidable; tal vez -pienso confusamente- hago mal en recomendarle esa visita. Por último, escribo: Selva de Oza. «¿Qué es?», me pregunta. Es un valle hacia el oeste, por donde discurre el río llamado Aragón-Subordán. La vegetación tiene un color oscuro que produce sensaciones difíciles de describir, pero allí uno siente que está vivo, que de verdad pueden ocurrir cosas que te hagan sentir vivo, cosas maravillosas o atroces, pero en cualquier caso reales. El tipo asiente, acaso sin comprender del todo el sentido de mis palabras, y promete que irá a todos esos sitios. Luego se pone a hablar de su coche y, más tarde, de los grupos musicales que le gustan, cuyos nombres casi siempre me resultan extraños. No obstante, reconozco algunos, lo cual es motivo de alegría para ambos. Le recomiendo otros, que él no oyó jamás. “Te gustarán”, le digo.

Al llegar a Huesca, tomamos la carretera hacia Lleida. Unos kilómetros más adelante, nos despedimos con un apretón de manos. No tardaré en darme cuenta de que ni siquiera nos habíamos presentado. Somos dos extraños caminando en un túnel o en un insondable laberinto, que sólo por casualidad han compartido un brevísimo trecho del camino. Tal vez ninguno de los dos encuentre lo que busca, o como sucede tantas veces, lo encuentre y no lo reconozca.

Por la estrecha carretera que conduce a Casbas apenas hay tráfico. Atravieso una población y sigo adelante. Según el mapa, ya casi estoy. Es entonces cuando, de pronto, me asalta una extraña idea: ¿Y si no es esto lo que quería el Coiro?, pienso. ¿Qué interés puede tener para Inventiva un minúsculo pueblo aquí en mi tierra? Un sitio del que, por otra parte, ni siquiera yo tenía noticia hasta este momento. ¿Habrá algo que se me escape en todo este asunto? Perdido en esa confusión y en esa carretera solitaria, unas palabras aparecen en mi mente, fosforescentes como un letrero luminoso en medio de la noche: Próxima estación Casbas. Me doy cuenta de que he metido la pata (el Casbas sobre el que debería escribir es otro, y está en Argentina y no sé absolutamente nada de él. Mi maldito despiste crónico me impidió recordar hasta ahora que es una de las próximas estaciones del Inventrén) y lo peor es que está anocheciendo (es otoño y los días acortan). Por suerte, al fondo puedo ver las primeras casas. Advierto que estoy cansado. Espero encontrar un sitio donde me dejen dormir, porque hace un poco de frío y la manta que he traído es más bien fina. Pero no se ve un alma por las calles.

Al fin, distingo un vago destello al fondo de una calle lateral. Se trata de una puerta iluminada. De no haber anochecido ya, no la hubiese visto, tan tenue es el resplandor que de ella sale. Hacia allí me dirijo, con paso lento y el oído alerta. No es natural este silencio. Sobre la puerta hay un letrero de madera. La inscripción apenas puede leerse, pero se adivina que el lugar es una taberna. Cruzo el umbral y me encuentro en un cuchitril mal iluminado donde parece no haber nadie. Al oír mis pasos, un hombre sale por una puerta situada al fondo y, con un perfecto acento argentino, me saluda y pregunta si deseo tomar algo.

II

Una sensación de irrealidad me atenaza. No acierto a responder. Sólo le miro como se mira a un aparecido o como se podría mirar el propio reflejo en un espejo diseñado por Klein (el de la botella). Él repite la pregunta, más despacio, como si yo fuera extranjero y no comprendiese bien el idioma. No sé qué decir, qué hacer. Me siento como un actor de teatro esperando que el apuntador le sople el texto. Por fin, con cierto embarazo, me atrevo a pedir una cerveza. Mientras me sirve, el tipo explica que el pueblo está desierto porque hay un concierto en las piscinas municipales, un grupo de pop, uno de esos que venden muchos discos donde las diez o doce o quince canciones son, en realidad, la misma. Añade que incluso ha venido gente de los otros pueblos cercanos y hasta algún autobús de la ciudad. (Ese silencio ahí afuera, sin embargo, esa ausencia…). Al preguntarle dónde estoy, él me mira de arriba abajo y dice con naturalidad el nombre del pueblo. La siguiente pregunta no es fácil de hacer. Si el mundo sigue girando en su órbita normal y éste es, como parece, un hombre serio y cabal, se va a acordar de mis muertos y suerte tendré si no me saca del establecimiento a golpes; si por el contrario, el temor que me aprieta el corazón resulta ser fundado, yo me volveré loco. Aun así, no queda otro remedio: «Pero ¿Casbas de España o de Argentina?» digo en un susurro. Al principio, pienso que no me ha entendido, y tal vez sea lo mejor; acaso en el fondo conocer ese detalle no importe en realidad.

Pasado un instante, levanta la vista del barreño en el que en ese momento estaba lavando unos cubiertos y dice: «¿Acaso quieres tomarme el pelo?». Entonces me atropello, intento explicarle lo ocurrido, nombro el Inventrén y algunas otras estaciones, le cuento que soy poeta. «¡Poeta!» dice él. «¡Poeta!» repite. «No me lo creo. Nadie va por ahí en estos tiempos diciendo que es poeta. Usted es un aprovechado. Un sinvergüenza». Yo insisto. Mi sombra en el suelo gesticula como una marioneta de trapo, parece la sombra de otra persona, idéntica a mí pero con otro ritmo. Con amargura recuerdo que no he traído un solo libro; de haberlo hecho, mis argumentos quizá tuviesen más peso. Entonces, sin explicación, hay por su parte como una sorda aceptación, no ya de mis palabras o de lo que ellas pretenden comunicar, sino de la remota posibilidad de que sean ciertas. Mirándome de reojo, con desconfianza aún, se dirige hacia un extremo del mostrador, levanta un trapo oscuro que cubre un ordenador portátil y sentencia: «Ahora lo veremos». Abre el explorador, busca el Inventrén, busca mi nombre, encuentra resultados que le satisfacen, parece comprender que no le he mentido. La expresión de su rostro es otra ahora; luego me indica una mesa y sale del mostrador con una botella de vino en una mano y dos vasos en la otra. Nos sentamos, sirve el vino, enciende un cigarrillo y se larga a hablar convulsiva y nostálgicamente.

Así, me entero por fin de que nada extraño ha sucedido (si es que no es extraño encontrar de repente, en medio de un desierto, a un hombre que creemos habitante de otro desierto distante más de diez mil kilómetros). No hubo viajes astrales ni agujeros en el espacio. Estamos en Huesca. Con la voz plena de emoción, Manu (ese es el nombre de mi interlocutor) me habla de su niñez, de su adolescencia, se demora en detalles que tal vez hayan dormido ahí durante años, esperando esta noche y este vino; (afuera continúa el silencio, no hay ruido de pasos, ni de autos en marcha, ni siquiera el eco lejano del concierto. Si yo fuese otro, si fuese un tipo valiente, tal vez me asomaría un instante a la puerta, para mirar la luna, sólo eso: mirar la luna y saber que todo está bien). Mientras, la voz ronca de Manu me habla de la barra, de una novia que tuvo y perdió, “¡qué linda era!”, exclama. Luego hay un silencio necesario. Un movimiento lento, la mano de Manu buscando en su cartera y sacando de allí una foto cuarteada por el tiempo. La miro y hago un gesto de admiración. En efecto, la muchacha es guapa. (no sé si es entonces cuando comprendo que éste es cualquier lugar y cualquier momento, un retazo arrancado a mordiscos de la eternidad; tal vez por eso el obstinado silencio del exterior, la silueta en la pared de dos desconocidos conversando, dos latinoamericanos perdidos en cualquier parte, lejos y cerca de la vez, tenues fantasmas de sí mismos, sombras que se proyectan desde remotas noches olvidadas, que viajan en la nada hacia un tiempo inconcebible). Después escucho la descripción de un oscuro boliche que en su memoria se confunde con otros muchos que habría de conocer más tarde; me habla de su trabajo en el campo, del fatídico día en que se fue el último tren… Entonces algo parece romperse en el pausado hilo del relato. Clavo mis ojos en los suyos. Sujeto el vaso que viaja hacia sus labios. Lo insto a continuar, con el leve asomo de una sospecha insinuándose en mi entendimiento. Él me mira gravemente y retoma la narración: «…yo me fui en él. Aquel último tren que pasó por Casbas City, hace ya más de treinta años, se me llevó consigo. Luego anduve haciendo un poco de todo por todas partes. En Argentina, en Chile, en Colombia, en Bolivia y Ecuador, que es decir casi lo mismo, o de forma más breve, más certera, en Latinoamérica, que es mi patria… Nuestra patria» se corrige. Yo asiento. Luego continúa narrando las peripecias de una vida, una vida errante, como lo son todas. «Y, entonces, de pronto, llegué aquí» dice mientras vacía en los vasos lo que queda de la segunda botella. «De alguna manera, sentí que mi deriva había terminado. No es que la coincidencia del nombre y el cansancio acumulado me llevasen a tomar la decisión de quedarme. Esa decisión era anterior, fue ella quien guió mis pasos hacia estas tierras, ella quien me llevó de pueblo en pueblo hasta terminar en éste. Cuando llegué era de noche, como ahora. Dormí en unas ruinas a las afueras. No supe donde estaba hasta la mañana siguiente, pero durante el sueño supe que me quedaría aquí. No puedo explicarlo mejor. Lo sentí. Sólo eso. Y aquí estoy desde entonces».

No hablamos más. Ambos estábamos algo borrachos y era muy tarde. Dormí allí mismo, en una pequeña habitación que servía de almacén y donde había sitio de sobra. Al otro día, después de un abundante desayuno, Manu estrechó mi mano y nos despedimos como dos viejos amigos. Ambos sabíamos que había muy pocas posibilidades de volvernos a encontrar. Eché a andar por la carretera, en dirección al sur, no a ese Sur que nunca vi y que mi corazón incansablemente anhela, sino al otro, al de todos los días, al sur prosaico donde la vida sufre una combustión tan lenta que ni combustión parece.

Pájaro en una tormenta

Ese día, ese primer día de la naciente primavera

la embriagadora música amaneció sobre los montes.

La risa azul que irradiaba el firmamento

reverdecía las laderas y ensalzaba

los contrastes verdirrojos de los prados.

Ese día florecieron los años de destierro

reconstruyendo la antigua cúpula dorada

con columnas de esperanza y miradores

que se abrían sobre el valle de la dicha.

Así, ciego, con la daga de tu nombre entre mis labios,

creí haber escapado a las fauces del destino,

pero hoy las sombras cenicientas de twin peaks

nuevamente han descendido sobre mí

y no hay una hondonada sin fisuras

donde poder respirar un minuto de sosiego.

¿Qué despiadada venganza de los dioses

me condena al arbitrio de las nubes

inquietantes, plomizas, que me cubren?

¿Qué oscuro designio ha desencadenado

el furor del vendaval sobre mis alas rotas?

Dondequiera que el atardecer me lleve

la faz del firmamento está cerrada.

Un granizo triste azota las esquinas

de esta ciudad vencida, saqueada y moribunda

donde hasta los perros vagabundos se estremecen

cuando sus ojos caen en la oquedad del cielo

tapiado por un muro de silencio perpetuo.

No hay luna que brille en esta noche aciaga

y hasta el bosque resuena con un murmullo de amenaza

que confunde la vigilia de los búhos

y acalla las canciones de los árboles

como una divinidad incontestable.

Los ángeles blanden un estandarte de inclemencia

y el horror se va extendiendo en los zaguanes

como un torrente negro que va desdibujando

las huellas que dejaron nuestros pasos

en la alfombra de asfalto, en las baldosas

blanquinegras que adornan el recuerdo.

Todo es una sombra impenetrable,

todo un trueno aterrador que nunca cesa,

un relámpago atroz que incendia la cordura.

Y entre el caos volar, volar toda la noche,

toda la infinita noche atravesar los cielos

sabiendo que las tormentas nunca cesan

y que el amanecer es tan sólo una utopía

urdida con los frágiles cristales

del evasivo espejo que jamás se detiene.

 

Ayer fuimos arena de desiertos lunares

Ayer fuimos arena de desiertos lunares,

fuimos bosque que espera los rumores del viento.

Luego nació la era en que se abren las flores,

llegó la primavera con su vértigo eterno.

Fuimos la avena que germina, la naciente alborada,

el tallo que se eleva en busca de la aurora.

Como ángeles indómitos abrimos

nuestra piel al aullido de las olas.

Ciegos, nos embarcamos con rumbo a la aventura,

todo el mar era calma, todo el cielo promesa.

Todo en el horizonte azul era un remanso

sin nubes de alquitrán oscureciendo el alba.

Desde distinto puerto nuestras naves zarparon

cargadas de esperanza, de ilusiones repletas.

Se alejó de la costa nuestro sueño dorado,

mar adentro las olas fueron embraveciéndose.

Navegando entre rocas fuimos perdiendo el rumbo.

La fe de las bodegas se nos fue consumiendo.

La resaca nos trajo veladas decepciones.

La noche se acercaba y el mar era un desierto.

Azotes de la espuma de las playas vacías

fueron preñando el cielo de grises nubarrones.

Hoy todo es abordaje y mar bravía,

todo es fiero oleaje, marejada cruel sobrevenida.

Hoy todo es un relámpago violento y desbocado,

todo un trueno incesante de furia y torbellinos.

Anochece a lo lejos y nada es la respuesta.

¡Sin brújula ni estrellas! ¡Con las velas en llamas!

Hoy somos peregrinos en sendas paralelas

(los estrechos caminos de los sueños perdidos)

Hoy somos los jinetes del agrio desencanto,

las aves que perdieron sus alas en el viento.

¡A la deriva, amor, a la deriva!

Pero el alba se acerca y la tempestad cesa,

se aleja el vendaval hacia nuevos naufragios.

Hay un puerto a lo lejos, nuevas naves esperan

nuestro peso de espiga que aspira a ser paloma.

Nuevas naves celestes ajenas a los restos

de los antiguos sueños ahora desmantelados.

Nuevas naves doradas ansiosas de futuro

sin lastres ni equipaje ni rutas prefijadas.

Es hora de partir, de quemar el velamen

de las viejas goletas que al caos nos guiaron.

Es hora de zarpar, nuestro es el horizonte,

nuestra es la claridad que se derrama.

Es hora de zarpar, todo está en calma.

¡Oh, dulce amor entre las dulces olas!

 

***


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AQUELLO ES PARTE DE ESTO…

Publicado: diciembre 30, 2012 en Uncategorized

Santuario*

Hay un lugar sagrado (el corazón humano)

repleto de demonios y arcángeles y vísperas,

repleto de cadáveres y niñas de ojos negros

que invitan a la vida.

Un palpitante santuario carente de sacerdotes.

Un templo misterioso lleno de extraños ritos

que acaso asustarían a los posibles visitantes.

Mas aquí no hay turistas ni peregrinos;

es un lugar callado y solitario

cuyas puertas se entreabren muy raramente

a vientos desconocidos.

Ocurren entonces fenómenos inexplicables,

como la floración y la música

y el vuelo de gorriones y de alondras y musas.

Pero al final de la estación

la puerta termina por cerrarse

con un sordo chasquido

y todo cesa.

Excepto la desconcertante salmodia

que va retumbando por todo el ámbito

de la catedral en llamas.

*de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com/

AQUELLO ES PARTE DE ESTO…

ESCARCHA DE LUNA*



“Mientras avanzábamos raudamente, veía que el campo giraba como un enorme disco iluminado bajo la luna llena, plateado por la escarcha…”

Mamá me entregó un bolso con la ropa y otras cosas y me acompañó hasta el portoncito batiente de la entrada.-
El portillo estaba flanqueado por los dos altos y lozanos cipreses, que semejaban un poco, a dos verdes, gigantescas, y estilizadas espigas; que montaban guardia permanente, vigilantes y quietos, rodeados por un florido conjunto de plantas y plantitas del jardincito del frente.- En él resaltaban profusas las enhiestas y copetudas crestas de gallo, de flores verrugosas y aterciopeladas de un furioso color carmín.-
El camión azul deslucido de mi tío estaba en marcha y él aguardaba en el volante a que el motor se calentara.- Yo le di un beso a mamá y corrí dando un rodeo para subir por el otro lado.-
Se terminaba la tarde y comenzó a refrescar de golpe.-
El sol, como un disco gigante color naranja pálido, bajaba sobre la quinta de naranjos que daba al oeste, y el cielo se había pintado del granate al rojo intenso; mientras algunas pequeñas nubes amarillentas y oscurecidas se recortaban con ribetes iridiscentes, como ovejas deformes pastando en un campo en llamas.-
-Mañana va a helar- dijo mamá, despidiéndose, mientras nos poníamos en marcha.-
Me sentí en la gloria.- Un vaho tibio se respiraba dentro de la cabina, emanado por el motor; tenía aromas de aceites cálidos y tan tenues que eran como un perfume metálico, agradable y reconfortante.- Además, iniciar este viaje con mi tío era para mí un sueño.-
Cruzamos el pueblo, el puente y la ciudad vecina, ambas aún con calles de tierra, y salimos a la ruta, también de tierra.-
Enseguida cayó la noche y la oscuridad fue cercándonos.- Los faros del camión iluminaban temblorosamente una porción no muy grande delante y un poco a los costados del camino, bañando escasamente de amarillo una pequeña mancha dentro de la inmensa noche cerrada.-
Mientras, el ronroneo del motor iba quedando atrás con el camino recorrido; dejando a su paso un eco debilitado que rebotaba en los costados irregulares y nos iba persiguiendo junto con la noche.-
Pese a la dicha que sentía, me fui durmiendo sin darme cuenta, acunado por el vibrar suave y parejo, y el regular sonido de la marcha que nos envolvía…
Hicimos así la mitad del camino.-
Me desperté al sentir que el camión disminuía la velocidad hasta casi detenerse y el traqueteo de las ruedas sobre los rieles al cruzar las vías del tren.- Un poco más allá mi tío se estacionó ante una casa o un tipo de negocio que daba a la calle.- Luego vi que tenía un alero pequeño que sobresalía sobre un surtidor de nafta, de los de aquella vez, altos, con un remate redondo como un caramelo, o una almeja, y una gran palanca con la que bombeaban el combustible.-
Por la puerta abierta y por la ventana salía una larga porción de luz que daba un farol muy potente que se conocía como “sol de noche”; y blanca y luminosa cruzaba la calle y alumbraba la garita del guardabarreras del ferrocarril cerca de la vía.- Sentí voces, y vi pasar gente en la ventana, e incluso algún chico jugando, quizás más adentro.-
Mientras esperaba a mi tío, y terminaba de despertarme, pensaba en esa casa y en esa gente, que en verdad no conocía, ni conocía el lugar, y en realidad tampoco sabía mucho sobre en qué parte del camino estábamos, y hasta pensé que, tal vez habríamos llegado.-
¿Cómo sería la casa de mi tío? A mis escasos nueve años era la primera vez que iba.- Cada tanto mis primos venían a casa, ya que el negocio se proveía con estos viajes que eran frecuentes, y este coincidió justo con la feria escolar de invierno, así yo al fin puede colarme.-
Mi tío volvió y el motor ronroneó de nuevo…
Ahí fue cuando me informé que estábamos a mitad de camino, de modo que enseguida reanudamos la marcha.-
De cuando en cuando él encendía un cigarrillo, lo ponía en la boquilla y fumaba quedamente.- Las caprichosas espiras de humo azul, como danzantes arabescos, alcanzaban a cautivarme antes de desvanecerse en el interior de la cabina.- Cuando terminaba de consumir el cigarrillo, solía mantener la boquilla vacía largo rato entre los labios, y así la sostenía, incorporada y firme, casi todo el tiempo.- Decía que era un buen truco para fumar menos.-
Yo lo veía recortado contra la penumbra exterior, junto con el resto oscuro de la cabina, donde apenas brillaba tenuemente una pequeña luz en el tablero, casi espartano, propio de los modelos de entonces, de antes de- mediados de siglo.- Lo veía pensativo y al mismo tiempo tan sereno, que me cohibía molestarlo o interrumpirlo en sus cavilaciones; hasta que él mismo vio que yo estaba despierto y abrió el fuego con una gran sonrisa, y con un gesto cariñoso soltó el volante y con la mano derecha me revolvió el cabello…
Charlamos larga y despaciosamente, mientras el camión devoraba raudamente buenos tramos del camino.-
En realidad hacía apenas cuatro años que se habían asentado en aquella colonia casi virgen, de grandes campos, montes y bañados.- También otros colonos habían hecho lo mismo por aquel entonces y se formó una población considerable, además les estaba yendo bastante bien a todos, así que mi tío estaba agrandando sus negocios, y aparte de vender y fletear mercaderías y comestibles, vendía insumos para el campo y estaba iniciando el acopio de cereales y ahora también algodón que estaban comenzando a sembrar como una novedad en aquella latitud agrícola.-
Por largos ratos quedábamos en silencio, ensimismados cada uno en sus cosas.- Yo mismo trataba de imaginarme cómo sería todo lo que me esperaba, lo que aún no conocía, e iba quedando cada vez más cerca.-
De reojo veía que mi tío de cuando en cuando tarareaba una canción en voz tan baja que casi no estaba seguro que estuviera cantando.-
Además la soledad de tremendos contornos me intimidaba por momentos.- Ahora cruzábamos cerrados e interminables montes que reconocía a nuestros costados y escondidos arroyos que se reflejaban entre la negrura, y la luz de una luna que nacía frente a nosotros.-
Pero tenía mucha confianza en él, mi tío era también mi padrino y lo veía como a un héroe, un verdadero paladín.- Lo que no estaba al alcance de mi padre, él lo haría accesible, sin dudas, porque sabía que me quería bien.-
Mi padre y él tuvieron suertes diferentes.- Mi padre vino de Italia de niño y la vida lo trató muy duro.- Desde pequeño tuvo que trabajar como único sostén, ya que quedaron huérfanos de padre recién llegados de Europa, y apenas nacidos los hermanitos más chicos.- Mi tío era el más joven y accedió a todo más fácilmente, un poco quizás por ser el menor.-
Estábamos llegando.- Doblamos el último tramo.- Se había alzado la luna, grande y ovalada.- La teníamos ahora a la derecha y me permitía ver los grandes campos que pasaban corriendo, más fuerte acá cerca, y los grupos de árboles y casas más lejanas apenas se iban moviendo.- Parecía que todo girara como en un plato gigantesco, teniendo como eje la luna, mientras bañaba todo con su luz pálida y platinada.-
La casa se me apareció entre una extensa arboleda de variados tamaños, negra a trasluz, donde se recortaban altas grevileas y pinos; y los techos metálicos se reflejaron fríos y blanquecinos por la escarcha recién caída y la luz de la luna.-
Lo demás estaba en tinieblas, pero enseguida hubo linternas y luz en la cocina, y un par de perros alegres que aullaron y corrieron atropelladamente a saludarnos, antes aún que los demás de la casa.-
Así llegué aquella primera vez a aquel lugar, que tanto significaría para mi de ahí en más, especialmente en el transcurso de mi niñez.-

*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar

*

“Me prometo disfrutar y acrecentar mis horas sensibles, las de creer en los reinos invisibles que pueden transformar un momento cualquiera en un pequeño cielo. Reyes, Quijotes, arte, la belleza, la verdad, la búsqueda de la justicia. Esos ratos, donde solos, acompañados por pocos, o por multitudes, volvemos a creer en lo que nos dijeron que ya no es esperable: que otra vida y otro mundo son posibles”.

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

Arrebatango*

*Guión – Cuento de Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com

La pareja de baile, como desafiándose, ocupa el centro de la escena. Lo hacen en la oscuridad preliminar al espectáculo. Las respiraciones y los murmullos, provenientes de la sala, no los modifica. Durante más de diez años, cimentaron un prestigio y forman parte de la historia del tango danzado.

Una infidelidad de él, ha agotado, para María, la relación personal y profesional. Es el motivo central de su disputa. En la sala, el triángulo se completa con la mujer sentada, sola, en una de las primeras y próximas mesas.

María sabía que la luz le pintaría la cara, en unos instantes. Irguió su cabeza. La ropa negra, le iba como un guante, realzando su figura.

– Juan – dijo quedamente – hoy es mi última función…

– Mañana… después hablamos… no es el momento… le respondió.

– Juan… diez años es tiempo suficiente para bailar y un engaño, lo es para terminar…

– María… la cuenta… cinco… cuatro… tres… dos… uno… luz…

Una puñalada roja se clavó en la cara de María y la música emergió, para envolverlos. La gente los recibió, aplaudiendo sin reservas. La sucesión del color y su relación con los acordes, mostraban los cuerpos fundidos, deslizándose por la pista. Las figuras que ellos le proponían al tango, crecían en erotismo, contradiciendo, en apariencias, la decisión de María. El público, sintió en la sala, la tensión de un hecho inusual, inexplicable, hermoso y final.

En la pausa feroz, cuando ambos quedaron suspendidos en el aire, arqueados y prestos, se murmuran sus diferencias, que crecen, aunque las figuras parecen soldarse, con una sensualidad desmesurada. La danza gana en fuerza y magnetismo. Una quebrada fulminante y ella, casi rozando el piso, con su espalda, sentencia…

– nunca más Juan… nunca más…

Ella se yergue, lentamente, él la toma con fuerza y su mano, en la espalda, parece abarcarla; las piernas pegadas; las pelvis pegadas; el vaivén de sus cuerpos excitados vibrando, irradia a los presentes. La imágen resulta indisoluble. Esa es, también, la conclusión de la mujer de la mesa. Una lágrima solitaria viaja perdiéndose de su mejilla. Las manos sobre sus rodillas, debajo del mantel, aprietan

furias de impotencia. Ignora la decisión de María y se guía por el impacto visual.

Las luces disparan sucesiones ininterrumpidas de tonos crecientes, en tanto ellos giran, casi descontrolados. La gente comienza a levantarse, se pone de acuerdo en el homenaje. Casi toda la sala, menos la mujer que parece esculpida, con los ojos cerrados negándose a la realidad.

Los acordes persiguen a los bailarines. María, sus ojos clavados en los de Juan, al pasar frente a la mesa donde se encuentra la mujer, casi sin inflexiones, señala…

– ahí la tenés… desde ahora seguís con ella…

El, negando hasta con su cuerpo y la ira acumulada que nadie podía advertir, es también inmodificable y velando su amenaza, susurra…

– esta no será la forma de un final… en el peor de los casos será el tuyo…

Ambos, envueltos en la voluptuosidad de la danza, con sus movimientos refutan una ruptura, que sus cuerpos desmienten. Mordió el bandoneón, su última queja y quedaron a horcajadas uno del otro, como poseyéndose, abrazados. La luz desciende hasta desaparecer. El público quiere, sin saber que, llevarse algo de aquella noche mágica y su entusiasmo desborda cualquier previsión.

Ellos, en la penumbra, prolongan la discusión mientras, a su alrededor, los vítores no cesan. Sólo la mujer, enfrascada consigo, no advierte pero si toma una decisión, cuando los bailarines circulan y agradecen, tomados de la cintura, primero y luego de las manos, girando hasta quedar detenidos, deliberadamente elegido por María el momento, ante la mujer. Allí, María decide el anuncio…

– quiero decirles que hoy y aquí fue mi último baile, quise dejarles este arrebatango; he sido feliz…

No pudo proseguir. La mujer erecta levantó un arma y le disparó siete veces, como un rito. La histeria se expandió con la misma velocidad que el entusiasmo anterior. Desde las puertas abiertas del local, por la gente en la confusión, llegaba desde la radio de un taxi estacionado en la puerta, la respuesta de la música, con olor a tango…

–        afuera es noche y llueve tanto.

EL VALOR DEL DUELO COMO POSIBILITADOR DE LA BUSQUEDA DEL DESEO PROPIO

En busca del objeto de deseo perdido*

Más que el placer, es el dolor el factor en torno al cual un sujeto alcanza la dignidad de la identidad. El duelo está en los albores de la constitución subjetiva del ser hablante.

Por Sergio Zabalza*

Es curioso, el sentido común indica que la palabra duelo remite a un final, por lo general asociado a la muerte. Sin embargo, desde la perspectiva psicoanalítica, el duelo está en los albores de la constitución subjetiva del ser hablante: sus consecuencias sellan, determinan y orientan el deseo de una persona, su capacidad de amar y la condición erótica que agita la elección sexual.

Porque más que el placer, es el dolor el factor en torno al cual un sujeto alcanza la dignidad de la identidad. La poesía viene en nuestra ayuda. «Me gusta cuando callas porque estás como ausente», es uno de los versos más logrados de la literatura universal ¿Por qué su natural y fluida tonalidad logra tan envolvente empatía?

De lo que se trata es que, con sencillez tan solo aparente, el poeta logra transmitir el rasgo distintivo del deseo humano, a saber:

el objeto sólo se constituye en tanto perdido, se hace único por su ausencia. No otra cosa busca el lactante cuando llora hasta que la madre acude, para luego así despedirla berrido de por medio. En ese ritmo de presencias y ausencias se tramita, tal como dice Freud, «algo impresionante» más allá del principio de placer: el desprendimiento del objeto.

Es notable que para dar cuenta de esta capital articulación entre duelo y deseo que se da cita en el ámbito íntimo y reservado del hogar, Lacan apele a un escenario público y universal: el Hamlet de Shakespeare. En efecto, dice allí que no se trata del deseo por la madre sino del deseo de la madre.

Sutil pero decisiva observación, por cuanto basta que el Otro –en este caso la madre-? no tolere la separación que supone dejar al niño en soledad, para que se desencadenen todo tipo de inhibiciones o catástrofes subjetivas. Una paciente recién separada de su pareja solía venir a mi consultorio con su hija de casi tres años y –mientras le daba la teta-? se quejaba porque la niña no hablaba. No hay necesidad de mucho cavilar para convenir que la nena se hacía cargo de la angustia de la madre. Detrás de los duelos patológicos siempre hay un amor mal avenido o poco generoso. Detrás de los actings adolescentes siempre hay un adulto o autoridad que no sabe o no quiere brindar un lugar.

La conclusión es la siguiente: la tramitación psíquica por la pérdida del objeto se hace en el lugar del Otro, si éste no colabora no hay duelo posible. Por eso Hamlet enloquece al constatar que su madre no hace un espacio, una escansión o un intervalo para tramitar la muerte del marido, que también era el padre de su hijo.

De esta manera, el duelo constituye una perspectiva privilegiada para visualizar los efectos de la división subjetiva que el lenguaje impone al ser hablante. Tomemos por caso ese paciente de Freud, torturado de dolor porque su padre, muerto recientemente, se le aparecía en sueños y le dirigía la palabra sin saber que ya había fallecido

Dice Freud: «El padre estaba de nuevo con vida y hablaba con él como solía. Pero él se sentía en extremo adolorido por el hecho de que el padre estuviese muerto, sólo que no sabía».

Cabe preguntarse en esta escena cuál es la raíz del dolor psíquico que trae la producción onírica: ¿se trata del sufrimiento por este padre que muere o más bien la problemática reside en que él (el padre: el Otro, en este caso) no lo sabía? Porque si el autor del sueño es el soñante –en este caso, el hijo–, entonces se trata del lugar del Otro en el sujeto mismo.

Por otra parte, contra toda lógica que se ampare en el sentido común, Fiesta y Duelo son vocablos distantes tan solo en apariencia. El primero remite a una celebración, una ocasión de dicha y derroche. Por el contrario, el segundo evoca el dolor de una pérdida –junto con su correspondiente saga de culpa y tristeza– aunque, también, la constatación de una confrontación grave y definitiva.

Quizás nos sirva de guía recordar que el uso lingüístico marca que los pactos se celebran. De hecho, la antropología revela que la institución de la fiesta consiste en el reconocimiento de una deuda con un orden superior. Así lo atestiguaba la ceremonia del potlash con que algunas etnias del Norte de América sacrificaban una parte de sus bienes a manera de ofrenda a sus dioses.

Pero además, toda la experiencia clínica nos indica que dicha y dolor están indisolublemente ligados entre sí. Basta recordar las imágenes de Tierra de Sombras, aquella película de Richard Attenborough cuyo protagonista no toleraba que, durante los momentos de dicha, su amada hablara de la enfermedad terminal que la acechaba.

«Aquello es parte de esto», era el sabio y oportuno comentario de la mujer, como si ese límite fuera condición para la dicha que los embargaba en esos momentos.

*Psicoanalista. Hospital Alvarez, Buenos Aires.

 

-Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/21-37026-2012-12-27.html

LA VUELTA DEL LIDER*

Mi viejo tenía un quiosco frente a la estación de trenes. Era un quiosco construido de material, revocado y bien cubierto. Vendía, en ese entonces –1958-, un poco de todo: galletitas, girasol suelto con la medida de la latita de picadillos: llena 0.20 ctvs., culo de la lata: 0.10 ctvs., vino, cerveza, diarios, sandwiches, caramelos …
El loco Díaz, personaje de ese Ceres, guarda del ferrocarril, se acercaba siempre a conversar o a pasar la tarde con mi viejo. Y lo ayudaba sin espera de compensaciones: era así.
La estación de Ceres, una de las grandes en el ramal del Mitre, era parada obligada de los trenes de pasajeros, sobre todo de los rápidos como la Estrella del Norte. Este venía de Tucumán y llegaba a Buenos Aires. Algo remoto y desconocido para mi y para muchos. Buenos Aires era una quimera, una caja de Pandora, una utopía, lo desconocido, el desafío, todo junto así se sentía.
Pero el Loco vivía en Ceres. Y no tenía pensado irse. Era su lugar. Su gente. Su trabajo. El mote de Loco no se lo había ganado gratuitamente. No. Era ingenioso y desopilante en sus acciones. Imagine: Argentina 1958, Perón, Madrid, Puerta de Hierro, represiones, fusilamientos en basurales, golpe militar fresquito en la conciencia de la gente. Y el Loco que le dice a mi padre: déme todos los diarios viejos, don Vicente. Tiene una pila ahí. Démelos a todos. Se los voy a sacar de encima.
Mi padre se los da. Ingenuamente. Como a quien le hace una gauchada. A la hora, parada de la Estrella del Norte. Los rostros cetrinos del altiplano bajaban por diez minutos. Se proveían de algunas cosas para otro trayecto del viaje. Mi padre los atendía en el quiosco. A veces, cuando podía desde mi altura, lo ayudaba. Eran como las 22 o 23 hs. y el Loco que sube al tren: ¡Diario! ¡Diario!, gritaba. ¡Volvió Perón! Noticia extra ¡Volvió Perón!.
Se lo sacaban de las manos a los diarios. ¡La vuelta de Perón!. Era un anhelo, un deseo enorme que no entraba en la geografía del país y este Loco diciendo que había vuelto. Los peones golondrinas, pasajeros obligados del tren, querían la primicia para sí. Vendió todos los diarios.
Se bajó corriendo del vagón, ya sin diarios en la mano. El tren daba su último pitazo y se iba. No daba tiempo. Queda para la imaginación saber los rostros, los puños en alto, las puteadas, las risas, el desengaño.
El Loco le dijo a mi viejo: Los vendí a todos. Yo le pago los quilos por diario viejo, el resto es para mí.
Y se fue a dormir.

*de Oscar Angel Agú . oscarcachoagu@yahoo.com.ar

EL VEREDICTO*

−¡Póngase en pie el acusado!

Scrooge se levanta con torpeza.

−Ebenezer Scrooge, la ciudad de Londres le acusa de los siguientes delitos: avaricia en primer grado y falta de caridad, también en primer grado. Se declara usted culpable o inocente.

−Inocente, señoría.

−Se inicia la vista. Proceda señor fiscal.

−Con la venia señoría, que suba al estrado el espíritu de la Navidad Presente.

El testigo alza una antorcha brillante derramando luz sobre la sala. Lleva un manto verde y sobre la cabeza una corona de acebo.

El alguacil sostiene la Biblia.

−Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

−Sí, lo juro.

El fiscal empieza las preguntas.

−Espíritu de la Navidad Presente, ¿qué relación tuvo con el acusado?

−Le mostré cómo celebraban el día de Navidad distintas familias.

−Ahora me gustaría que prestase atención a los datos que tengo sobre la Navidad en la casa de Mr. Cratchit.

El espíritu asiente.

−Empezaré con la señora Cratchit. Su vestido, una bata con remiendos, con cintas de colores que no valdrían más de seis peniques. El traje del señor Cratchit muy zurcido, aunque limpio. Martha llegó tarde porque era aprendiz de modista y tenía que trabajar muchas horas seguidas. Tiny Tim llevaba una muleta pequeña y los miembros sostenidos por un aparato metálico. Los hermanos pequeños le ayudaron a sentarse. Todos colaboraron en algo. Peter preparó las patatas hervidas, Belinda puso la mesa, y los dos pequeños, con ayuda de Peter, fueron a por el pavo. Se lo comieron hasta dejar los huesos. El pavo les abrió el apetito; era demasiado pequeño para tantas personas con hambre atrasada. La madre fue a la cocina, a por el pudding. La familia estaba expectante. Aunque no era muy grande, lo ensalzaron. Después se reunieron alrededor de la lumbre. Brindaron con el ponche que el padre había hecho, deseándose Felices Pascuas. Estuvieron

hablando. El padre comentó a Peter que tenía en perspectiva un trabajo para él, cinco chelines y seis peniques semanales. Espíritu de la Navidad Presente, ¿vio el acusado lo que he descrito?

−Sí.

−¿Se mencionó en algún momento al acusado?

−Mr. Cratchit alzó su vaso para brindar por él porque les había procurado la cena. La señora Cratchit no quiso beber a la salud de un hombre, según ella dijo, tan odioso, tan avaro, duro e insensible, como Mr. Scrooge, pero su esposo la convenció y todos brindaron por él.

El espectro va envejeciendo, sus cabellos son grises. El fiscal advierte el cambio pero no dice nada y sigue con sus preguntas.

−¿Por qué la señora Cratchit no quiso en un principio beber a la salud del jefe de su marido?

−Le hacía culpable de su pobreza, el sueldo de Mr. Cratchit era muy bajo.

Murmullos acallados por el golpe seco del mazo y por las palabras «silencio en la sala» del señor juez.

−No tengo más preguntas, señoría.

Toma la palabra el abogado defensor.

−Espíritu de la Navidad Presente, en ese viaje también visitaron la casa del sobrino del señor Scrooge. ¿Es verdad que el sobrino dijo que su tío era un individuo cómico, desagradable, y que ellos se beneficiarían de su riqueza?

−Sí.

−Sin embargo, el señor Scrooge no se enfadó al oír aquello, ¿no es así?

−Así es.

−¿Puede relatarnos cómo continuó la fiesta?

−Empezaron otro juego, el sobrino de Mr. Scrooge pensaba una cosa y los demás tenían que adivinarlo, haciendo preguntas que solo se pudieran contestar con un «sí» o un «no». El sobrino pensó en un animal desagradable, salvaje, que unas veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba.

−¿Qué animal?

−El señor Scrooge.

−No tengo más preguntas, señoría.

−Se suspende la sesión durante dos horas −dice el juez−, se reanudará a las cinco.

Cinco de la tarde. El fiscal llama a su segundo testigo, el señor Cratchit.

−Señor Cratchit, ¿qué relación tenía con Mr. Scrooge?

−Era su empleado.

−¿Puede decirnos lo que hizo el señor Scrooge el mismo día del entierro de su socio el señor Marley?

−Unos señores fueron a verle y pasaron la tarde discutiendo.

−Señores del jurado −indica el fiscal−, ¿qué clase de persona está en condiciones de hacer negocios el día del entierro de un amigo?

−Protesto señoría −dice el abogado defensor−, al hacer ese comentario el fiscal presupone que el acusado estuvo negociando, cuando no está demostrado que fuera así.

−Se acepta −dice el juez−, que el comentario no conste en acta.

−¿Es verdad que el pasado 24 de diciembre entraron dos hombres recaudando fondos para los pobres y el acusado no contribuyó a la causa?

−Sí.

−Cuando uno de los recaudadores comentó a Mr. Scrooge que los pobres dijeron que preferían morirse a entrar en los centros de acogida estatales, al acusado le pareció que morirse era lo mejor que podían hacer porque de esa manera disminuiría el exceso de población. ¿No es cierto, señor Cratchit?

−Sí.

El fiscal se acerca a su mesa y coge un papel que muestra al juez. El juez lo aprueba.

−Mr. Cratchit, escuche con atención lo siguiente: «A todos los idiotas que van con el “¡Felices Pascuas!” en los labios los cocería en su propia sustancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. ¡Eso es!». ¿Me puede decir, señor Cratchit, quién dijo esas palabras

−Mr. Srooge.

−No tengo más preguntas, señoría.

Una figura oscura se aproxima al estrado con paso lento, grave. Un manto negro le oculta cabeza, cara y cuerpo, dejando visible una de sus manos extendidas. Es el espíritu de la Navidad Futura, testigo de la defensa.

−Espíritu de la Navidad Futura −dice el abogado defensor−, ¿le pidió Mr. Scrooge que le guiara porque quería ser un hombre diferente y cambiar de vida?

Movimiento de la túnica negra. El espectro inclina la cabeza asintiendo.

−¿Reconoció Mr. Scroogre que su avaricia y dureza de corazón no le hicieron ningún bien, que honraría la Navidad durante todo el año, y que nunca iba a olvidar las lecciones de los tres espíritus?

Contracción del manto negro. El espectro asiente.

−No tengo más preguntas, señoría.

Último día del juicio. El fiscal se dirige al jurado. Comienza su alegato.

−Señores del jurado, hoy es un día importante porque al juzgar al señor Scrooge no sólo se juzga a una persona inmisericorde y avara, sino que al mismo tiempo se está juzgando a personas como él. El acusado ha demostrado ser culpable de todos los cargos que se le imputan. Desde las primeras hojas del cuento empieza a delinquir. El mismo día del entierro de su único amigo, el señor Marley, sí, el mismo día del entierro, en vez de estar apenado por su muerte, hace un buen negocio. Mr. Scrooge, un hombre avaro, cruel; un ser miserable, codicioso, sin sentimientos. Un hombre que no se conmovió por nada ni por nadie; ni por su empleado el señor Cratchit, ni por su sobrino, ni por los niños pobres que pedían en la calle. Tanta pobreza a su alrededor y él, preocupado por tener más y más. En sus manos está, señores del jurado, encerrarle para siempre o dejar libre a un hombre tan dañino y peligroso en una sociedad como la nuestra. Sé que tomarán la decisión adecuada.

El abogado defensor se acerca al jurado.

−Señores del jurado, qué bien hablamos de piedad, comprensión, tolerancia, pero que poco piadosos, comprensivos y tolerantes somos con los demás. Al juzgar al señor Scrooge debemos ser indulgentes, ahondar en su pasado, en las causas que le llevaron a ser lo que fue. Si no era generoso con él mismo, cómo lo iba a ser con los demás. Él era el que más sufría; no fue capaz de querer a nadie porque no se tenía el mínimo aprecio. No podemos sentir odio hacia él sino pena. Su sobrino pensó que los defectos de su tío llevaban su propio castigo. Sin embargo, ¿fue Mr. Scrooge el único culpable de su coraza? ¿Intentó alguien acercarse a él, atisbar ese abismo que se agrandaba y le consumía, impidiéndole ser libre? Porque si alguno de ustedes piensa que lo era, se equivocan; sus pensamientos, sus ideas, estaban encadenados con grilletes a una enseñanza austera, rígida, cruel. ¿Tuvo el señor Scrooge la culpa de que no le hubieran mostrado cariño ni amor en su entorno familiar? No, creo que no, y ahora es el momento en que se puede hacer justicia. Él ya nos demostró que había cambiado al final del cuento. Sé que aquí se le juzga por su vida anterior, pero agradecería que considerasen su arrepentimiento y rectificación de conducta. Sé que ustedes serán justos.

Han pasado cinco horas. Entran en la sala el señor Scrooge, su abogado y el fiscal. Luego, los miembros del jurado.

−En pie −dice el alguacil.

Todos se ponen de pie. Entra el juez.

−¡Siéntense! ¿Tienen ya el veredicto?

−Sí, señoría.

−¡Póngase en pie el acusado!

Scrooge se levanta despacio. Sus piernas tiemblan. Se agarra con fuerza a la mesa retorciendo unas manos ya viejas.

−Señores del jurado, consideran a Ebenezer Scrooge:

¿Inocente o Culpable?

*De Eva María Medina Moreno relojesmuertos@gmail.com

SOLO POR HOY:

Trabaja lo necesario.

… Ríe más.

Pierde tu tiempo con amigos.

Acaricia a tu mascota.

Come disfrutando.

Bebe un vaso de vino.

Usa tu bici.

Riega tu planta preferida.

Haz el amor.

Disfruta de un paseo.

Hace ese llamado telefónico.

Escucha tu música en silencio.

Baila.

Vive como si fuese el último día.

Y ama. Ama hasta el agotamiento.

*De Cacho Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar

Diciembre 2012

***


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VOLVER*

 

Flecha ceniza desvelada. Mordedura. Aletear de palabras.

Diosa, insecto, paloma apuñalada.

Humo de huesos. Nardos. Rezos apócrifos.

Árbol casa. Piedra pan. Sed barro. Látigo sollozo

“Sufrir por lo que odias”

Quizás  este sea el karma de este oficio mío:

Volver. Pacientemente. Beber, gastadas travesías.

Volver, redimida.  Almendro, pedernal, esquiva flor de hiedra.

Valle dormido,  laderas,  luna roja.

Que me llegue su lumbre.

Que me bese en las sienes un cardenal de seda.

Que en mi árbol seco florezca una paloma muerta.
”Perder por lo que amas”

Volver: Eco apasionado de un clavel herido.

Que mi pecho sea isla descanso  llanto  niño.

Que el arroyo descifre mis angulares piedras.

Que el invierno no doblegue las cinco hojas de mi pena.

Que el hueco de tu  mano sea  mi casa.

Que la lluvia no fragmente mi reloj  arena

Montar en pelo el potro del relámpago.

“Querer y no obtener lo que deseas”

 

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar

 (*)Entre comillas, palabras de Buda

 

 

 

 

 

UNA LLUVIA DE INFINITO CAE SOBRE LOS SUEÑOS…

 

 

 

 

 

 

GALERIA*

*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar

 

 

LALO REYES

Me dicen que murió

que lo mataron

¿Pero es eso posible?

Si ayer corría

con nosotros

cazando mariposas,

jugando al fútbol,

robando frutas de

las quintas.

Estaba siempre alerta,

como gallito de pelea.

 

RICARDITO SPINA

 

Pequeño y moreno

lo recuerdo

silbando entre aquellos

hinojales altos,

mientras buscaba

nidos de pájaros

en los paraísos tristes

que yo perdí

en la infancia.

 

 

TOTO MÍGUEZ

 

Delgado y ágil

trepó más alto

y más rápido

todos los árboles

del barrio.

Me enseñó a matar

pájaros, a usar una gomera.

Hoy nos vemos poco

de vez en cuando

un café humeante

o un asado nos reúne

en las mesas del Club.

 

 

CHAJA CORREA

Nos criamos juntos

juntos hicimos

la primaria entera.

Mientras íbamos

hacia la escuela

alborotábamos pájaros

a cascotazo limpio.

Hicimos también

todas las travesuras

juntos, menos una.

 

 

CHORCHI LOPEZ

 

Era el más rápido

en todas las carreras

y la huida al robar las frutas de las quintas.

También el que se fue

más rápido.

Tengo en mis retinas

su cara redonda

su flequillo al viento

y su fácil agilidad

para treparse los tejidos

y advertir al dueño

del hurto

cuando ya tenía

la fruta en el bolsillo

 

 

HECTOR DOMINGO

 

Su jopito rubio

la simpatía pronta

de sus ojos pequeños

y la eterna sonrisa

lo hacían evidentemente

envidiado

entre los varones del curso.

Pero fabulaba mucho

y el colmo fue cuando

nos dijo, que desde su casa

se veían las manadas

de tigres azules.

 

 

 

EL MARLERITO MANSILLA

 

Cuando quiero

recordarlo

sólo retengo

su melena

sobre la frente

tirándose entre los palos

defendiendo el arco

“Jazminero” del barrio.

Luego viene

la niebla

y la ceniza

porque se fue

pronto del pueblo

y temprano de la vida.

 

 

JUSTITO PEZZINO

 

Menudo, con el pelo

corto y el flequillo

sobre la frente,

la picardía inocente

en sus ojos verdes.

Lo veo en esa tarde

en que convirtió

un gol, cuando ganamos

cómodos y lo vimos

gritarlo brazo en alto.

Mucho antes

lo vi cruzar

aquella calle ancha

y solitaria del pueblo

con una granada

partida en una mano

 

 

ÑANGÁ GÓMEZ

 

Con ansiedad

lo esperábamos

porque él tenía

una pequeña

pelota de cuero.

Era nervioso

y flaco y jugaba

en la defensa

se enojaba siempre

y en lugar de decir

“salí de aquí”,

decía “ñangá de acá”.

Muy chico

se nos fue del pueblo.

¿Adónde andará

el “Ñangá”

con su mal genio

y sus canillas flacas?

 

 

ANGEL BALQUINTA

Le decíamos Angelito

o “cabezón”

y no sabíamos

por qué siendo

un boquense confeso

andaba siempre

con una casaca de Bánfield.

 

 

ROBERTO ESCUDERO

De chico fue un travieso

defensor de “El Jazmín”

su equipo

-como el de casi todos-

El Racing Club

de Avellaneda.

De grande

es un implacable

memorioso y un entusiasta

descubridor

de quirquinchenses

dando vueltas por el mundo

 

 

 

PILI MÍGUEZ

 

Era el más pequeño

de aquella barrita

antigua y desflecada.

Subió el árbol

más alto

hurtó la fruta

más jugosa

y clavó en un ángulo

aquella pelota de trapo

con la zurda descalza.

*”Galeria” poemas de Jorge Isaías.

 

 

*

Duermo con vista a  un pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre los sueños. Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos. Entre el infinito y el instante, fluye la vida.

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

 

 

 

SABIDURÍA*

Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.

Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó «no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas».

Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

*

Quiero darte lo mejor de mí

Quiero entregarte mi regalo

Pero no puedo ser lo que tú

Puedes o quieres ser

Solo te doy la libertad

Y quizás te enojes

No es tan difícil invadir

y eso es lo que no quiero

quiero que solo sepas

cual es tu verdad

y no es la indiferencia

quiero que comprendas

que no es tan fácil olvidar

lo que son solamente

tus ilusiones

quizás mañana

puedas comprender

que no deseo ser tu sombra

solo tus propios anhelos

y que puedas

entender que tu vida

tiene un camino propio

y no quiero entorpecer

con mis obsesiones

tu destino

solo quiero que puedas conquistar

liviano tus opiniones

y no quiero ser la causa

de tu decepciones

ya verás que en algo tengo acierto

y en tus manos estará el intento

no puedo brindarte

lo que aun no sabes

pasara el tiempo

donde puedas comprender

lo mucho que te quiero.-

*De Azul. azulaki@hotmail.com

 

 

 

2013*

 

*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com

20

Fue un beso colosal, una infiltración erótica, una lenta invasión morena. Ni siquiera se trató de un beso de despedida, un beso para dejar atrás el año. Tampoco un beso de bienvenida descorchado con ebriedad al paso de la cuenta regresiva. Se trató de una embriaguez inenarrable, de una niebla penetrando otra niebla, de un cuchillo desgarrando un espacio circular hecho a imagen y semejanza de la luna.

El segundo beso se quedó en la garganta. Bloqueó el aire. Crujían las arterias y el flujo sanguíneo se detenía para llegar al origen de todos los orígenes. Castigo maravilloso de no latir, no latir, no latir, hasta que la primera partícula de oxígeno comenzó la resurrección y el pecho se descontroló en una supervivencia erótica.

El tercer beso no podría haber sido más hondo ni más orientado a la pulverización de los malos recuerdos.

El cuarto beso arrancó el chirrido adherido a todas las cosas.

El quinto beso liberó las palabras enjauladas.

El sexto beso vino desde abajo, encendido y terso como una manzana, sin detenerse una sola vez a tomar aliento.

En el séptimo beso, los labios brotaron en jardines obscenos y recorrieron la extensión silenciosa, llena de oquedades movedizas, hasta perderse en la sombra.

El octavo beso llegó con su llave maestra. Rotó la lengua en la cerradura y se abrieron los portales. Toda la noche rotó la lengua. Huyó y regresó toda la noche por la misma puerta.

El noveno beso no quiso saber otra cosa más que de ese clamor, ese resplandor en la noche, ese errar hasta no hallarse en ningún otro sitio en que no estuviese perdido.

Los pequeños pájaros nacidos del décimo beso, se abrevaron en las aguas donde brotó la flor de la maravilla, capaz de calentar su voz suplicante.

El decimoprimer beso sólo buscó un lugar propicio para vivir y multiplicarse.

En el decimosegundo beso, la noche era toda blanca y la luna toda negra. Un muñeco de marlo, enloquecido, golpeaba las puertas redondas del universo; las luces del nuevo año se apagaban y se encendían; dos golondrinas apenas movían la cabeza escuchando la noche nueva.

El decimotercer beso se hizo doble y hermoso como un misterio.

El decimocuarto, sobrepasó el desamparo.

El decimoquinto, se llenó de acasos y desórdenes, hasta desnudar la desnudez, hasta aclararse y completarse, hasta dar por cierto que habría riesgos de seguir perdiéndose en su propia compulsión succionadora; hasta derrumbar los puentes falsos y erigir los puentes verdaderos.

El reflujo del decimosexto beso trajo consigo el fulgir untuoso, lava de un volcán erupcionado desde el silencio, encajes, jabalinas, dulce, taladro, lengua.

El decimonoveno beso se vio recompensado con creces, no sólo por sí mismo sino también por las correspondencias y los delirios.

Durante mucho tiempo el vigésimo beso fue el único destello de luz que hubo en ese dormitorio donde ni aire, ni miedo, ni tiempo había.

13

Trece veces los pies pisaron la nervadura de la noche sin hablar, sin recorrer palabras quejumbrosas. Pisaron la nervadura de la noche y nada más.

Trece aguijones dulces salieron de la penumbra, todos con afán de inyectar opacidad o sueños sobre las frentes cargadas de piedras.

Trece movimientos hicieron las trece hojas de papel negro pegadas en la pared con saliva y tela de araña.

Y los recorridos. Trece recorridos a veces a caballo. A veces, sobrevolando con un ala. A veces, en chino mandarín. A veces en picada. A veces siempre. A veces nunca. A veces.

Trece lluvias llegaron desde el fondo del tiempo y se derramaron en el fondo de la memoria.

Y la arena. Trece granos de arena construyeron trece desiertos inmensos, uno gobernado por la viviente incertidumbre; otro fresco y oscuro como la sombra de un árbol; otro cubierto por tu rostro; otro iluminado por una estrella colgada con hilo sisal en el vano de la puerta; otro amarillo como una lejana noche sin recuerdo; otro soñador y apacible, libre de violencias secretas; otro iluminado por fósforos y significados incomprendidos; otro habitado por trece murciélagos dorados; otro libre de escenas repetidas; otro lleno de libros; otro con toboganes que llegan hasta la luna; otro recorrido por un automóvil negro; otro donde se han abolido las cárceles y las cirugías plásticas pero abunda el aroma de los pinos.

Trece veces corrió el toro por el jardín, pisoteando las fresias y las cuatro patas se le llenaron de cuatro aromas, de cuatro colores, de cuatro suavidades y un rumor.

Trece veces corrió la mujer con un corazón en cada mano sobre un fondo amarillo de montaña. Dos hilitos de sangre caían desde la luna. Dos lágrimas de Dios rodaban por la ladera. Dos mitades de naranja derramaban la sed. Dos uvas moscatel embriagaban el viento. Dos bocas abiertas nombraban las cosas y un silencio nuevo se hamacaba fuertemente.

Y la luna. Trece veces la luna nos cubrió la piel con ese fulgor dichoso.

Trece recuerdos se encendieron debajo de la ceniza natal.

Trece lilas soltaron por su perfume por única vez, en medio de todas las veces.

Y los segundos. Trece segundos duraron toda la vida.

Y los deseos. Trece deseos se prodigaron a lo largo de la noche. A ninguno le faltó su perfume sexual y su ternura.

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-37049-2012-12-29.html

 

 

Lo mejor de mi vida tal vez se haya quedado*

Lo mejor de mi vida tal vez se haya quedado

abandonado en alguna encrucijada

o al otro lado del cristal mojado

tras el que contemplé las marejadas y la noche,

y por qué no decirlo, las inmutables estaciones

que me fueron alejando de otras tardes más cálidas.

Hubo un tiempo de caminos anchos,

de colinas suaves que ocultaban fuentes,

de jóvenes aves y ardillas veloces

y de sal y de pan y de plácidos campos

preñados de fértiles terrones y labradores.

Hubo un tiempo de límpidas aguas,

de frondosos bosques y playas morenas,

de silentes cráteres orlados de espuma.

Pero en la noche del invierno treintaycinco,

todos esos mis ángeles me fueron vomitados en el rostro

y pude comprobar que la senda se había ido estrechando

hasta límites intolerables.

Supe entonces que mis pasos borraban el camino,

que ya no era posible detenerse

ni mirar hacia atrás, que no había regreso,

que legiones de arpías me empujaban riendo

y que un loco empuñaba mis recuerdos.

Entonces, tras la lluvia, se apagó una ventana.

 

*de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

http://sergioborao2011.blogspot.com/

***


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Publicado: septiembre 25, 2012 en Uncategorized

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«Lo único que queda por hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés ni sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae».

Juan Carlos Onetti

Literatura es pregunta. ¿A quién pregunta la obra literaria? ¿A la lengua natal? ¿Al lenguaje en general? ¿A las palabras en particular? ¿Qué clase de interrogación? ¿Quién debe contestar?
Lo desconocido hace reír, supone Bataille. Perder la seguridad produce alegría. O una máscara de la alegría.
¿Quién se ríe cuando reímos?
¿El lenguaje y sus tropiezos?
El lenguaje pertenece a una cara, fingidamente la del Orden, y alude a ese referente del que habla confusamente en una novela o un poema. Confusamente porque la palabra es tan equívoca como el Sujeto. Confusamente porque la palabra es manipulada por distintos sujetos del Sujeto, sus contradictorias creencias, valores, deseos, finalidades, fantasías, mitos, miedos, fobias, influencias.
Es interesante preguntarse por la voz narrativa, la tercera persona. Se busca cierta neutralidad: habla alguien de “ella” o “él”. ¿Quién lo hace? Marguerite Duras dice: “una palabra agujero, horadada en su centro con un agujero, con ese agujero en que habrían tenido que enterrarse todas las demás palabras”.
Vayamos despacio. ¿Qué es una palabra agujero? Una palabra que nombra (de no nombrar no sería una palabra) un hueco. Una palabra sin referente. O con referente múltiple. ¿Qué significa, por ejemplo “araña” en un contexto literario? ¿El arácnido que segrega el hilo sedoso? ¿El simbolismo del tejido concéntrico? ¿La imagen de Dios? ¿Aracnea, la caricatura de la divinidad, la que rivaliza con lo trascendente? ¿La imagen siniestra de lo femenino? ¿La casa endeble del Corán? ¿La epifanía lunar donde es dueña de su destino, lo teje y lo conoce, detenta los secretos de lo pasado y lo por venir? ¿La inestabilidad o lo frágil? ¿Lo sucio, lo repugnante? ¿O simplemente el hueco, “cualquier cosa”, como diría Onetti?
Siguiendo a Onetti “entonces la desgracia empieza a secarse, se desprende y cae”. A partir de “Cualquier cosa”: de la gratuidad. ¿Produce risa? ¿La risa es la “dicha”? ¿La palabra finalmente “dicha” pronunciada? ¿La que hace reír?
El vocablo “araña” en un texto literario es cada una de esas cosas, todas a la vez, porque para cada uno de los sujetos dormidos o despiertos en el Sujeto, “re-presenta” todas y cada una de esas posibilidades (y muchas otras, claro está), aunque en el contexto parezca señalar una de las acepciones o simbolismos. Por tanto es nada, al ser todo.
El otro agujero es sin duda el Sujeto Escritor y su confusión de voces, la alusión a hechos de su vida, diferentes contextos en los que aparecieron sus contenidos referenciales. Y volviendo al texto de Onetti escrito en El astillero ( libro que sin duda remite a El castillo de Kafka) hay algo casi insoportable en ese “cualquier cosa” y el agregado “como si otro ( o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas”. Esos amos infinitos de actos infinitos pagan a uno para “cualquier cosa” literaria. La literatura es esa cosa indefinida hecha por varios que profana y perturba, es decir, que es sacrílega (viene de la Legión de espíritus) y produce un malestar que está al costado del placer. Más allá está el infierno astillado (el astillero derruido) o el castillo de la imposible trascendencia: requiere un acto único, una plenitud de sentido. Blanchot habla de un Castillo Neutro. Esa neutralidad desde la que podría escribirse la obra de arte (“cualquier cosa” de Onetti, es decir lo despojado de la cadena de sujetos sujetos al Sujeto , si se me permite el juego de palabras) aquella voz narrativa vaciada que se parece al silencio y a la muerte.
Si toda obra remite a lo incesante de otras, si el héroe obtiene su unidad como el Quijote por intentar la copia de los libros y resultar patético, esto es así porque no hay modelos de unidad sino voces múltiples de un sujeto que a su vez remite a voces múltiples de otras obras y así ad infinitum.
Esta es la extrañeza del territorio literario. “Pienso verdades de noche, cuando él no está y cuando encendemos velas a los santos y a los muertos. Pero en la glorieta siempre pienso mentiras”. Un espacio en permanente cambio que remite a otros espacios anteriores y a la vez mira hacia espacios fantaseados por la miradas de la Mirada. Personajes ambivalentes que remiten a ambivalencias anteriores, y ambivalencias de los sujetos del Sujeto. Un conflicto, una guerra entre variadas posiciones, que remiten a conflictos de libros pasados y que anticipan los por venir. ¿Y cuál es el resultado final de estos actos onettianos, apilados de cualquier forma por los amos superpuestos? Un libro que cumpla su función de desorden y pretenda reunir lo que no tiene reunión para que un crítico con un orden aparente realice una nueva obra literaria que hable desenmascaradamente de otras obras y enmascaradamente de un único Sujeto que puede llamarse Shakespeare, Cervantes o Dios. Sólo Dios remitirá a la Unidad posible. Salvo que se le atribuya ser autor de las Escrituras y se lo considere literato.
Pero la gracia será reunión.
Si es gracia es gratuita. O no es gracia.

( De mi ensayo «La voz múltiple», Ruinas Circulares, 2012)

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

¿ESCUCHASTE MI LLAMADO?

MUJERES EN LA CAMA*

*Por Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com

Frida solo leía las Selecciones del Reader´s Digest.
Tirada en la cama
leía

esas revistas chiquitas y planetarias
aptas para todo público, para toda nación.

Frida solo leía las Selecciones del Reader´s Digest.
Hasta que desempolvó un cuaderno de hojas amarillas.
Un cuaderno en rumano que la ayudaría a recordar
/la lengua
que con tantos años
acá
había olvidado.

Frida apiló las revistas planetarias en su mesa de luz
y leyó en rumano
tirada en la cama, con las piernas extendidas
y dos almohadas en su espalda.

No es la cama el mejor lugar para recordar
la lengua de una mamá que ya no está?

CLARIDAD*

“Hoy es siempre todavía”  – Antonio Machado

Clarita hace muñecas.  Las fabrica con trapos de colores, rellenas de algodón.
Tienen piernas largas como de bailarina y el pelo rojo o amarillo, hecho de lana trenzada.
La conozco desde que nació, cuando yo hacía mi residencia en el Hospital Maciel, antes de recibirme de médica.
Clarita cumplió dieciséis años la semana pasada y vive en el Cantegril* del Cementerio del Norte, con su madre y dos hermanos menores.  El padre desapareció hace tiempo, y el hijo mayor, que debe andar por los 19 o algo así, se hizo policía y lo mandaron al interior.  La última vez que pregunté por él,  supe que estaba en Tacuarembó y que les escribía regularmente; también les mandaba dinero de vez en cuando.
No sé si conocen el barrio; yo vivía por ahí, a unas quince cuadras subiendo por Ramón Márquez.  La Gruta de Lourdes, que está justo a la entrada del cementerio, al costado de la capilla, era en ese entonces un lugar de peregrinación popular.  Yo solía visitarla con mi madre, cada año, mientras vivió.  Comprábamos flores y las dejábamos en el altar de la Virgen, donde encendíamos una o dos velas; a mamá nunca le faltaban problemas que encomendarle, propios o ajenos.
En esa época yo trabajaba, además, en un dispensario móvil que circulaba por esa zona y otras marginales para cumplir con el programa de vacunación, atender consultas urgentes, enseñar primeros auxilios…
En una palabra, para tratar de compensar tanta carencia, al menos con respecto a la salud.  La verdad es que no hay médicos suficientes, o los que hay, no están para atender a los pobres.
En el dispensario conocí a la madre de Clarita, que en esa época estaba embarazada de ella y no llevaba aquel trance nada bien. No sólo era demasiado joven: tenía ya una criatura, estaba débil y además,
aunque todavía vivía con el marido, las palizas que él le daba se le veían por todos lados.  La pobre mujer decía lo mismo, más o menos, que todas las víctimas de violencia: que la culpa la tenía el alcohol,
que su esposo la quería y le había prometido que ésa era definitivamente “la última vez”. Mentira: nunca hay última vez para la violencia, a no ser que te maten.

Clarita nació en el Maciel, sana pero sin piernas.

Era una beba muy buena, muy tranquila.  Yo la visitaba seguido en la sala de recién nacidos; estaba medio obsesionada con la chiquita.
Imagínense qué  tragedia venir al mundo con semejante deformidad  y, para colmo, en una familia tan complicada y tan pobre.  La madre la adoraba; era conmovedor ver la ternura con que abrazaba a esa
criaturita que a mí me dolía tanto: me parecía que estaba rota, como sin terminar.  Un ser humano a medias, no sé si me explico.
La madre sí la quería.  En cambio, el padre lo único que hacía era llorar cuando iba a verlas.
Las muñecas de Clarita se ríen con los ojos cerrados o abiertos, las cejas dibujadas con un medio círculo o en forma de techo a dos aguas; se ve que están felices.  Porque se ríen, pero además porque bailan,
sacudiendo alegremente sus piernas tan largas de trapo.
Después que nació ella, sus padres siguieron viviendo juntos un par de años más.  Yo estaba bien enterada por mi trabajo en el dispensario; la madre la traía a la nena para que la revisara y le diera todas las vacunas.  Ella vivía para esa hija, aunque se sentía cada vez más aislada dentro del barrio: los vecinos parecían creer que era contagiosa la deformidad de Clarita y eran pocos los que todavía se
acercaban con intenciones de ayudar.

Ya saben, no hay contagio peor que el de la ignorancia, ni peor peste que la superstición.

Como sea, la nena creció y después que nacieron los dos hermanos menores, normales y sanos, fueron éstos, desde muy chicos, los que me la traían para que la revisara.  Después, lo de costumbre: el padre
se hizo humo.

El Cantegril del Cementerio del Norte creció, enorme, e invadió la zona como una plaga para la que todavía no hay veneno.  Yo decidí mudarme más cerca del hospital.  También dejé de trabajar en los
dispensarios, aunque seguí en contacto con algunos de los vecinos del barrio; venían a tomarse la presión conmigo, o a pedirme algún medicamento de los que siempre tengo reserva, muestras gratis, ya
saben, que me traen los visitadores médicos.
Por unos años me perdí de vista, pero una tarde, al llegar a casa como
a las seis, me tropecé con la madre de Clarita: andaba pidiendo botellas, cajas de cartón, o lo que fuera que no necesitara.  No la reconocí al principio, sobre todo porque con ella había unos muchachos
mal entrazados que me distrajeron.  Yo no me asusto así nomás, créanme, pero en los tiempos que corren, es mejor ser precavida.
¡Qué emoción cuando vi quién era…! La invité a pasar, pero no quiso.
Me presentó a los hijos, esos dos grandotes que venían con ella, y me contó que Clarita estaba bien, que se las había arreglado para hacer los primeros años de escuela, que andaba en una silla de ruedas que
heredó de una vecina vieja, otra inválida que yo también había atendido.
Sigue siendo tan buena, tan linda, se ocupa de todo en la casa.  Es mi razón de vivir, dijo.  Se le llenaron los ojos de lágrimas y yo me di vuelta para disimular, con la excusa de ir a buscarle lo que me había
pedido.  No sé qué le habré dado,  pero se lo llevó como si fuera un tesoro.  Y después se fueron, ella arriba del carro y los hijos empujando.
Lloré sin parar un buen rato.  Fue ahí que me decidí a visitarla.
Clarita, que ya es adolescente, ¿se los dije, no?, hace estas muñecas maravillosas que iluminan como soles, que  calientan y embellecen los rincones de su casa.   Es una muchacha preciosa, o lo parece cuando
uno le mira esos ojos brillantes o escucha la voz límpida con que te va contando los detalles de su mínima vida, como si fueran un lujo que ella pone a tu disposición.
Mientras tomábamos mate, en la cocina que de tan limpia no alcanza a ser triste, me contó que ahora su proyecto es vender muñecas en la feria.  Las últimas que hizo tienen cintas de seda de color alrededor
de las piernas, cofias con lunares y blusas con puntillas.  Y hasta faldas de bailarina, hechas de tul blanco, rosa o celeste.
Clarita tiene la ilusión de terminar la escuela, dice que le gustaría ser maestra artesana.  Con lo que gane en la feria, piensa comprar otra silla para poder ir y venir del nuevo colegio, ése que inauguraron del otro lado del Cementerio del Norte.  Quiere ser independiente, dice.  (Si la hubieran escuchado, como yo, no le tendrían lástima.)
Al despedirme, le prometí ir a visitar el puesto de la feria donde exhibirán sus muñecas largas y felices.  Y la abracé, con la esperanza de que me transmitiera, no sé cómo, la alegría misteriosa, la
felicidad suprema con que sabe moverse en este mundo, sin haber aprendido nunca a caminar en él.

                                      
*De Martha Valiente. puertopegaso@gmail.com
* Cantegril: “villa miseria” de la República Oriental del Uruguay

¿Escuchaste? *

 
Miraba la luna
y fue tu cara la que brilló
Miraba el lago
y tu mano fue la que se asomó
Miraba el cielo
y tus ojos entonces titilaron
Miraba el futuro
y  tu nombre fue el que susurré
¿ Escuchaste
mi llamado?

*De Ana Romano. romano.ana2010@gmail.com

CON LA SANDÍA EN LA CABEZA*

    Hay gente a la que no le hace mella lo que se piense o diga en presencia o por los detrases, gente que no responde a un código de vestimenta, gente que tiene la libertad de usar boinas o sombreros, chalecos extemporáneos, colores fuera de catálogo, botines de la tatarabuela o pulóveres con cuatrocientas noventa y nueve lavadas y remiendos.
     Hay quienes se dan la libertad de saludar con grandes abrazos que dejan a sus víctimas con sonrisas confusas y los bracitos pegados al cuerpo. Gentes que se pasean contraviniendo los códigos del ridículo de su generación, verdaderos subversivos del buen gusto, personas raras.
     Hay quien estaría perfecto en una fotografía del siglo pasado, en una filmación de la época del mayo francés o un video que se capture de aquí a cinco años, que para la moda es la eternidad y un día.
     Son personas molestas para presentaciones de familia, y las sonrisas burlonas acompañan o suceden su presencia. Se hacen irreflexivamente o con toda intención juzgamientos de carácter, creencias políticas y sanidad mental a partir del atuendo más o menos correspondiente con lo que la época, edad y condición social indican como correcto y necesario.
     Ahora bien, por qué entregarse al escarnio. Alguno lo hará conscientemente por mantener una postura, vistiendo en el cuerpo su no pertenencia a lo establecido; otros por esnobismo, otros porque simplemente no se dan cuenta y se ponen lo que les resulta más cómodo o simpático.
     Molestan. Causan un malestar pues rompen la perfecta monotonía que asegura que todos estamos en la sintonía de lo aceptable. El rojo combina con los neutros, las rayas jamás jamás con los lunares, y aros largos nunca para los cuellos cortos.
     Y lo que refiere a la indumentaria se traslada por declinación a las actitudes y las palabras. Como por necesidad, como si fuese natural y el orden universal indicase el largo de las faldas.
     No es algo simple escamotearse al juego de lo aceptable, el más estrambótico de los seres verá en alguien más lo ridículo, señalará desdeñosamente un moñito tonto, un collar ostentoso. El más libre de los sujetos despreciará gazmoñerías ajenas, comportamientos objetables.
     Hay una línea entre lo excéntrico y la afrenta voluntaria. Vivimos en sociedad, lo que hacemos públicamente puede escandalizar o ser realmente desagradable. Hay situaciones, lugares, momentos en los que alguna cosa puede ser una falta de respeto. Pero quién y con qué manual en la mano puede marcarla con aerosol en la cancha.
     Como esa línea inexistente no se ve pero se siente, muchos decidimos sacarnos la sandía de la cabeza con la que gozosamente paseábamos resguardándonos del sol, nos pusimos los zapatitos que están en las vidrieras y nos fuimos resignando a componernos en el espejo que nos coloca el resto de la humanidad al salir de casa. Lo hicimos con el deseo de no ser una molestia para los amigos y familiares, para que no nos miren mucho los transeúntes, es decir, para volvernos invisibles.
     Y desde el momento en que vestimos la ropa adecuada, empezamos a emitir por declive ciertas opiniones, nos permeabilizamos a ciertas creencias, por urbanidad enrollamos alguna bandera y quemamos unos cuantos libros. Es la vida ¿o no? Uno envejece, una se adapta, uno se convierte en ese que antes le causaba risa o pena.
     Claro que me dirás, querido amigo, que tus lentes para leer y tu camisa blanca no te quitan fervor por la utopía. Me asegurarás que la sandía no es el mejor sombrero, que tu libertad no depende de la tela de bambula que se perdió en el pasado. Y posiblemente sea cierto.
     Los nietos no desean una abuela fantoche, los hijos se horrorizan de un padre que llama la atención. El adolescente lleno de piercings y tatuajes detesta a la ridícula profesora de falda acampanada.
     A nosotros (a nosotros, sólo a nosotros) la libertad. 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com    

*

de lejos vienen los recuerdos
una casa grande
padres abuelos hermanos
y la confusión
siempre la confusión

caminando mi desamparo
las órdenes incomprensibles
las prohibiciones y cerrojos
caían como lobos de presa
tuve la orfandad de saberme inocente
mi pequeñez cabía entre los dedos
la soledad dibujaba en mi cintura
signos incomprensibles y quietos
como muertos desordenados
y solos para siempre
entonces crecí para adentro
no había opción
las palabras dolían como peces voraces
acomodaban espacios de silencio
y ese permiso para vivir
dibujando mis ojos ciegos

la infancia

*De alba estrella gutiérrez. alba.estrella@gmail.com

*

dió seis vueltas
hasta acomodar sus bordes,
hasta hacer coincidir su espacio
con ese cartón que duerme
en tu puerta,

mansos,
húmedos los ojos
animal con memoria
lamió las manos
que ya habían abandonado la caricia,
lamió una por una las letras de tu nombre
olfateó tu recuerdo.

y se durmió en tus orillas
como otras tantas noches frías
este corazón perro

 
*De Alejandra Morales.
    

***

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LA MUERTE DEL POETA*

Todos andan especulando sobre la muerte del Poeta, pero sólo yo sé el
verdadero motivo. El Poeta era un soñador, un romántico incurable que tuvo
la mala suerte de enamorarse de Yara, que llegó a nosotros brillando como si
de golpe se hubieran abierto todas las ventanas, con sus cabellos
larguísimos y sus ojos gatunos. Si de veras existe Cupido, no sé a quién iba
destinada la flecha, pero dio en el Poeta, que no pudo más que amarla sin
condiciones.
Ella, al principio, protestó con tantas miradas insistentes, tantas rimas
coladas por su ventana, por debajo de su puerta, tantas flores, pero terminó
resignándose al acoso callado, acostumbrándose de tal manera a la presencia
de su estructura descalabrada detrás de los postes, de los árboles, de los
muros, que lo consideraba una suerte de sombra adicional.
Pensé que aquello terminaría cuando decidió casarse con el futbolista, pero
en la puerta de la iglesia comprendió que no podía amar a otro que a su
tímido perseguidor y corrió a decírselo. Cuando ella terminó de hablar, él
suspiró y dando la espalda huyó hasta perderse de vista.
Luego, llegó la muerte, cuando menos la esperábamos. «Murió de amor… murió
de mala suerte… lo mató la borrachera», vienen murmurando… Sólo yo sé
que sintió tanto, tanto, que me dejó escapar en aquel suspiro.
Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer.
Lo vi entrar al bar más cercano, allí trató de beber hasta llenar el vacío
que se le había formado por dentro. Esperé a que la embriaguez avanzara y
aproveché para decirle quién era; al principio dudó, pero terminó por
creerme. Lo intentamos, doy fe de ello, mas no pudimos lograr que volviera a
ocupar el sitio que me correspondía.
– ¿Qué va a ser de mí? – me interrogó.
No respondí, no siempre se hayan respuestas a nuestras interrogantes.
Decidió preguntarle a Yara, que venía en su busca; apenas tenía que cruzar
la calle para llegar a su encuentro. pero su corazón se detuvo al primer
paso.
Después vino la funeraria, Yara viuda sin haber sido novia, yo adorándola en
silencio, lo único que he aprendido a hacer en los años en que fuimos uno.
Todos están equivocados: No lo mató la borrachera, ni la falta de suerte, ni
siquiera el exceso de ella, el Poeta no murió de amor… Murió de desamor,
porque con la escisión escaparon de su interior los sentimientos que hasta
ese instante compartimos, emociones que ahora me abarrotan sin saber qué
hacer, pues fue sólo por él que les di cabida.
Partió vacío para siempre de Yara, como cáscara hueca, y me ha dejado a mí,
su alma, en esta eternidad de desconsuelo.

*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.

ESA SED QUE IGNORA PARA QUIÉN CAE LA LLUVIA…

LOS TIOS*

*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

Con mis tíos era distinto porque habitaban los espacios abiertos y su
predisposición conmigo era amable. Siempre estábamos vinculados por una
complicidad y una camarería que nunca tuve con la severidad de mi padre, de
suyo austero y autoritario.
Lo bueno de todos modos era que él confiaba en sus hermanos y me permitía
acompañarlos en esas travesías de campos abiertos, hasta donde se tocaba con
la punta más lejana del cielo, allí donde parecía imposible de alcanzar
porque nos separaba de esa línea un fervor alto de gaviotas que ayudaban a
simular un mar de tierra arada.
Pero antes de esa línea había mojones de agua que las lluvias estancaban en
los bajos y que formaban lagunas con su flora y su fauna proclives a
convivir en ese microclima que a mí no sé por qué siempre vinculaba mi deseo
con el mar y con los libros de aventuras que leía de prestado entre los
escasos compañeros de primaria que podían acceder a ese tintinear de monedas
esquivas.
Es probable que ya Emilio Salgari habría entrado en nuestras vidas con su
saga de piratas que accionaban sus aventuras en mares remotos, en lugares
que se llamaban Malasia o Mompracem, cuya pronunciación nos era familiar
porque todos pasábamos nuestros ojos por esas letras que antes no habíamos
visto juntas, pero que a fuerza de repetir ya nos eran familiares como la
Cañada de Company o el Noventa o el Bajo de La Portada o la escuela rural de
Colonia Terrasón.  Todos estos lugares eran visitados por mis tíos en sus
usuales incursiones de caza donde era  más que frecuente  mi acompañamiento
que no ocultaba mi anhelo de que alguno me permitiera usar una de esas armas
mortíferas que mi padre me tenía prohibido siquiera tener en las manos. Todo
esto se hacía más interesante desde que con seguridad yo contaba con la
discreción de todos y cada uno de ellos. De todos ellos, seguramente el
viajero era el Kelo, que luego de sus rigurosos dos años de conscripción en
la Marina de Guerra, se enganchó en la Mercante y recorrió los mares del
mundo durante años, encendiendo a más no poder la imaginación del sobrino
que se quedaba esperándolo viaje tras viaje mientras usaba ese tiempo vacío
cazando alborotadores gorriones y leyendo numerosas revistas de historietas,
tratando de cumplir con las tareas escolares para no sufrir el castigo
paterno, ya que se proyectaba sobre mi breve humanidad la frustración de no
haber podido hacer sino un año de primaria por el autor de mis días. Como
era el mayor de ocho hermanos mi abuelo lo ponía a trabajar en el campo y
sólo muy de vez en cuando, es decir cuando las tareas rurales tan duras de
entonces le dieran un hueco para asistir a la escuelita rural o en su
defecto a una chacra donde algún padre también con muchos hijos, pero con
otra disponibilidad económica traía  un maestro a su casa para que
alfabetizara a su prole.
Los otros hermanos estaban sujetos a los ciclos de las cosechas. Juan, ya
casado, buscaba horizontes por otro lado acompañado por Pancho. A veces iban
a las cosechas y a lugares lejanos y como los dos eran muy afectos a los
naipes, no era raro que antes de llegar a sus casas se jugaran todo el
jornal habido con grandes sacrificios.
Había que salir de nuevo, de inmediato, previo pedir algún préstamo para
pagarse el viaje, esta vez quizás más lejos y con menos posibilidades de
conseguir un buen pago porque irían adonde las cosechas no rendirían lo
deseable.
Quedaban los menores aún en la chacra paterna, quienes fueron de algún modo
más amable mis compinches porque no eran demasiado mayores que yo. Y las
incursiones también podían reducirse a ese gran canal que atravesaba el
campo de don Luis Burki, que el abuelo en ese tiempo arrendaba.
En los tiempos de lluvia abundaba la pesca y nos podíamos pasar tardes
enteras allí, siempre cuando el trabajo no apremiara, ya que mi abuelo
siempre  encontraba algo para hacer, porque él, según repetía no quería
vagos en su casa.
De todos modos mis tíos se las ingeniaban para conseguir una tarde de pesca
o de caza de patos a un bañado cercano.
Y allí habitaba  una fauna muy vistosa de patos silvestres y de garzas moras
o blancas, o esas nubes misteriosas de flamencos rosados que manchaba ese
cielo tan intensamente celeste, que solo están hoy en mis pupilas infantiles
cuando el mundo recién empezaba y yo atravesaba ese espacio de alfalfares
verdosos con mi cañita al hombro, protegido por mis dos tíos menores y que
daría para contar mil anécdotas cuando nos reuniéramos en esa Cortada
querida, que como tantas cosas ya se tragó el gran olvido  irremediable y
seguro.

Húmeda comezón*

No es lo que moje el poema
sino su música la que estalla en la ventana
como una mosca prendida fuego

Ahora una pequeña muerte
se desliza boca abajo por el vidrio
dejando en su huella
la herida de un beso

Había subido yo a ver quien llamaba
y la escalera perdió su encanto
tras el último movimiento de mi pie

«No sé bajar»
le dije a mi madre,
alguien supo como torcerme los tobillos
mientras este mundo
se hacía añicos
debajo del espejo de los años

Edades, edades, edades,
todo es una colección de huesos
con una leyenda como nombre
para cada una de las décadas

Y yo no soy de tener
una batalla de femur sobre la cama
sino un jardín de huesos hechos de agua

Tal vez por eso
tuve que improvisar el último verso
y no romper el esqueleto
de mi insomnio acuático

*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar

Música de otro planeta*

*Por Juan Forn

Africanos que llegaban a Detroit a fines de los años ’30 no había muchos, y
que vinieran de Mali y fueran musulmanes, menos. Pero la pujante Ciudad del
Automóvil era uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde un africano
de Mali podía conseguir trabajo. No sólo eso consiguió Alí Touré en Detroit,
también se agenció una esposa blanca y auténticamente judeoamericana, que le
dio un hijo, a quien el padre decidió bautizar Marvin Pontiac para hacerle
la vida un poco más fácil que la suya. Dice la leyenda que Alí Touré supo
enseguida que la mala suerte lo perseguía y abandonó a su esposa e hijo.
Pero cuando la madre de Marvin fue internada en un psiquiátrico, el padre
apareció de la nada y se llevó al pequeño a Bamako, capital de Mali, donde
Marvin permaneció hasta los quince años. Poco se sabe de él durante esa
década. Tampoco se sabe cómo volvió a Estados Unidos: las leyendas no son
especialmente meticulosas en los detalles, prefieren el salto de mata, y la
escena siguiente de esta leyenda nos muestra al adolescente Marvin tocando
blues con su armónica en los bares de Maxwell Street en Chicago, donde una
infausta noche es acusado de plagio por Little Walter y derrotado en una
pelea a puñetazos, episodio tan humillante (Little Walter medía menos de un
metro cincuenta) que le cerró las puertas de todos los bares de Maxwell
Street. La leyenda dice que Pontiac llegó a Slidell, Luisiana, con una banda
de ladrones de bancos, pero la adrenalina no era su combustible y terminó
quedándose en aquel rincón de Luisiana trabajando como ayudante de un
plomero.
En 1952 tuvo un fugaz suceso con su canción «I’m a doggy» (prohibida en la
radio por la controvertida frase «Soy un perro, apesto cuando estoy mojado»)
y la hermosa balada «Pankakes», melodía en la que se basó poco después el
himno nacional de Mali. Pontiac intentó sin éxito en los tribunales pelear
por las regalías africanas de su canción; los gastos legales y los turbios
manejos de la compañía discográfica para la cual había grabado (Acorn
Records) lo dejaron sin un cobre y con una desconfianza de por vida hacia la
industria del disco. Siguió tocando sus canciones en el descuidado jardín
delante de su cabaña en Luisiana, adonde le llegó la noticia de que Jackson
Pollock sólo era capaz de pintar cuando escuchaba su música, pero ni
siquiera por esa razón aceptó volver a grabar.
Nada se sabe de la opinión de Pontiac sobre la obra de Pollock ni de la
influencia que pudo tener su negativa a grabar en el suicidio del pintor,
pero sí se sabe que, en 1969, Pontiac se presentó en la redacción del único
diario de Slidell vestido con turbante y túnica blanca y declaró que había
sido contactado por seres extraterrestres, los mismos que veinte años antes
habían llevado a su madre a la insania, y que se proponía dedicar el resto
de su vida a componer canciones para esos esquivos alienígenas, hasta que su
madre recuperara la cordura o el resto del mundo reconociera la existencia
de esa civilización superior. Acompañado de su guitarra acústica y de su
único camarada, un vecino ciego llamado Roger Marris, que grabó a escondidas
y conservó para la posteridad aquellas melodías, Pontiac tuvo una fiebre
creativa durante la cual compuso sus mejores canciones («Runnin’ Around»,
«Bring Me Rocks», «Arms & Legs» y «No Kids», entre ellas) en un estilo que
fusionaba entonaciones africanas con el lamento del blues, climas obsesivos
con estallidos de alegría que podrían definirse como psico-funky y letras
decididamente peculiares, por no decir insanas (el estribillo «Aluminum!
Aluminum!» repetido hasta el infinito es muestra fiel).
En 1972, Marvin Pontiac fue internado en un hospicio por circular desnudo
montado en su bicicleta por las calles de Slidell. Varios estudiosos del
blues fueron a entrevistarlo en la institución psiquiátrica, pero él sólo
aceptaba hablar de su madre y los extraterrestres, y entraba en pánico
cuando intentaban tomarle una fotografía (las únicas que se conocen son
borrosas y fueron tomadas en el hospicio por uno de los guardas, sobornado
por un estudioso del blues fanatizado con Marvin). Liberado o escapado del
hospicio en 1977, con la colaboración de su fiel escudero Marris, Pontiac
llegó hasta Detroit, que para entonces había dejado de ser la pujante Ciudad
del Automóvil para convertirse en un gigantesco cementerio de coches y
fantasmas, entorno ideal para hacer contacto con seres de otros planetas.
Pero a la primera distracción del fiel Marris, nuestro héroe salió desnudo a
la calle, desapareció detrás de un bus que pasaba y nunca más se supo de él.
A fines de los años ’90, el nombre de Marvin Pontiac parecía haberse perdido
para siempre en el anonimato hasta que el escritor de policiales Elmore
Leonard lo mencionó en su novela Blues del Mississippi. Allí, un
narcotraficante fanático del blues obliga a sus secuaces a escuchar día y
noche sus discos de Muddy Waters, Willie Dixon, Sonny Boy Williamson y el
que más le gusta de todos, nuestro Marvin Pontiac. El mundo del rock adora
las leyendas, y ésta venía con slang incorporado (lo mejor que tienen las
novelas de Elmore Leonard es la voz de los personajes). El sello Strange &
Beautiful Music creyó que el libro desataría una fiebre reivindicativa de
las canciones de Pontiac y editó el disco The Legendary Marvin Pontiac’s
Greatest Hits. El productor era John Lurie y, según la ficha técnica, en los
catorce temas del disco tocaban John Medeski, Marc Ribot, Michael Blake, Art
Baron y Jamie Scott. Las liner notes del disco contaban la historia de
Pontiac, pero no decían una palabra sobre la grabación, salvo que el ciego
Roger Marris había entregado las cintas originales antes de morir en una
cama del hospital de Bellevue. En cambio, traía elogios consagratorios de
los músicos más diversos: «En mis años de formación, no hubo influencia
mayor que la que produjeron en mí las canciones de Marvin», declaraba Flea
de los Chilli Peppers; «Pontiac es tan inconteniblemente adelantado a su
época que sus canciones parecen compuestas hace medio minuto», decía David
Bowie; «Todas las innovaciones posibles en la música están ahí», decía Beck;
«¡Guaaah!», decía Iggy Pop; «Una Revelación, con mayúscula Revelación, por
favor», decía Leonard Cohen; «Mi guardaespaldas no escucha otra cosa», decía
Michael Stipe de REM.
La crítica fue obedientemente unánime hasta que alguien comentó que Pontiac
sonaba tan africano como los discos africanos de Paul Simon, y otro señaló
que la voz de Marvin sonaba sospechosamente parecida a la legendaria voz
grave y rasposa de Lurie. Cinco minutos después empezaron los llamados de la
prensa a casa de Lurie exigiendo aclaración. El se limitó a decir que no
había ninguna evidencia de que Marvin Pontiac estuviese muerto, y que ellos
se habían limitado a tocar y tocar los temas en el estudio que la Strange &
Beautiful les había puesto en Nueva York, hasta que la voz de Marvin se hizo
presente. El disco pasó a saldos al día, pero si llegan a pescarlo por ahí
van a ver que es música de otro planeta.

*Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-203880-2012-09-21.html

*

Podría morir en este instante
la flor o la fragancia
y nuestra mano ignoraría
el color de ese perfume
dispersado por el aire.

No pasar ese muro jamás
Quedarnos sin saber como sería.

Podríamos morir a cada rato
y en ese último segundo atroz
desnudos en medio de lo oscuro
mirarnos sin piedad,
y partir
o quedarnos
y que se quede en la piel
esa sed
que ignora para quién cae la lluvia

*De Alejandra Morales.

EL VIEJO CAPITÁN*

Día tras día a la misma hora.
Cuando el sol pasaba por su ventana del living de su departamento en el
cuarto piso.
El hombre se sentaba a fumar su pipa mirando al este. La vista fija. Una
estatua que apenas cobraba vida por debajo del movimiento del humo.
Para nosotros que lo veíamos cada tanto desde nuestra ventana del 8º piso
era un viejo capitán de mar. Quizá por la pipa y la barba enrulada y blanca.
En invierno se colocaba una gorra gris de abrigo igual a la que usaba mi
padre y que un día de 1996 decidió regalarme.
Un loro grande del color de los loros que cada tanto se paraba sobre el
hombro derecho a tomar sol con su dueño. A su izquierda se veía una gran
jaula con un canario amarillo que saltaba de un palillo al otro, de este a
oeste.
El loro y el canario parecían ser sus únicas compañias.
No podíamos ver la figura completa de ese hombre al que sólo veíamos y
conocíamos sentado de cabeza a la cintura, pero imaginábamos que tenia una
pata de palo y como en las películas de los piratas podíamos oír un lejano
eco del golpeteo de su pata de palo cuando se alejaba del timón por la
cubierta de su fragata.
Era sólo eso. La imagen de un hombre viejo viendo por la ventana hacia donde
unos kilómetros más allá el río de la plata inunda las costas del balneario
de Quilmes en las sudestadas. Durante la hora u
hora y media en que el sol bañaba de luz y calor su ventana. Luego, en su
camino al oeste el sol quedaba oculto por la altura del edificio -15 pisos-
dejaba luz pero ya no rayitos en invierno ni latigazos en verano.

Una semana completa de invierno llovió y llovió y no tuvimos sol.
Cuando volvimos a buscarlo con la mirada atenta al ventanal del 4 piso, la
persiana estaba baja.
Así uno y otro día y meses también, hasta que ya no esperamos encontrarlo en
su puesto de lucha.
Se habrá muerto, -dijo mi hijo.
No se. Quizás volvió a navegar. Y está en su nave persiguiendo al horizonte.
Hasta descubrir con sus propios ojos el nacimiento del sol emergiendo desde
el fondo del mar -dije yo, con mi habitual negación a la muerte.

Lo cierto, es que también desapareció aquel enorme bote colgado de gruesas
cadenas que el hombre tenía a la altura de su ventana del living.

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

La primavera empuja*

Empuja los colores, las esencias, las telas botánicas, las substancias, con
el ardor de lo que se transformará en verano, con el oro lejano del otoño,
con músicas que tejen en el cuerpo esplendores de selva, con jardines a
tientas, jardines emplumados, jardines de corales en el mar. Explosión,
universo, paraíso pequeño. La primavera cuando está por llegar, cuando
asoma, es más, anticipa un juego de tardes y de pieles, es un incendio
prometido, una revolución que no se estableció, en desequilibrio, con las
calles regadas de cantos.
La primavera como la revolución necesita de muchos, de voces, caminatas,
flores, sueños, deseos que el invierno adormeció y el sol y el árbol.

La primavera es lo íntimo que se desborda.

Es el adentro y el afuera en la frontera de la piel. La primavera es un
comienzo, la pasión incesante de la vida que se entromete, se enseñorea y
trama sedosas sensaciones para los paseos de la sangre. Son poros como
ventanas, galas, gotas, sonidos.
Lo múltiple, ternura desnuda que busca. La primavera cuando empuja, es un
Tsunami, la gran ola de la vida y un pequeño ramito de albahaca.

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

***

Inventren Próximas estaciones:

ARAUJO.
-Por Ferrocarril Midland-

BLAS DURAÑONA.
-Por Ferrocarril Provincial-

-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/

Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue
un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente
Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.

-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:

 BAUDRIX.  EMITA.  INDACOCHEA.  LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.  J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.

KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.

KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.

 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.

PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:

BLAS DURAÑONA.   LUCAS MONTEVERDE.   EMILIANO REYNOSO.

SALADILLO NORTE.   GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.

JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.

ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

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POR LOS CAMINOS DE FIERRO…

Publicado: septiembre 25, 2012 en Uncategorized

Abjurar del nombre de Ferrocarriles Argentinos es como entregar la bandera de nuestra identidad al colonialismo.
Juan Carlos Cena

 
*

Hace 155 años sonó el primer campanazo para que comenzara a marchar el primer tren… por Los Caminos de Fierro.
En los países coloniales, dominados o dependientes como el nuestro, la cuestión nacional es el primer eslabón de la lucha transformadora para construir un país libre, digno y soberano, que merezca ser vivido.
Los ferroviarios siempre hemos dicho que el ferrocarril es una Cuestión Nacional, por lo tanto, planteamos y sustentamos que debe volver a ser un Sistema Integrado de Transporte, Comunicaciones e Industrias administrado por el Estado Nacional. La Empresa que proponemos y necesitamos debe ser: Propiedad del Estado (no de un gobierno), descentralizada y desburocratizada, donde se combata la corrupción desde el primer momento, con regionales o zonas que tengan un auténtico poder de decisión y coordinen entre ellas armónicamente por toda la geografía del país. Las zonas tendrán que ver con el desarrollo de las economías regionales.
Deberá ser un servicio público, que cumpla una función social y, que entre sus características principales figuren la de transportar todo a todas partes y en todo tiempo, con la regularidad obligada de sus servicios. Sin estas premisas, será un acarreador de mercancías y productos a puertos o zonas de intercambio, como en los tiempos del colonialismo inglés y no jugará ningún papel en el desarrollo integral geoeconómico de la Nación. En el firmamento político nacional no apreciamos ninguna ponencia, plan o proyecto serio, ni del gobierno nacional ni de las fuerzas políticas opositoras. Solo enunciados plagados de consignas como si fueran proyectos. El ferrocarril es una herramienta estratégica para el país y su pueblo. Es impulsor del desarrollo social, económico y geopolítico de la Nación. Este rol trascendente desapareció en manos privadas, porque el único fin de los concesionarios es y será el lucro.
La reconstrucción debe venir de la mano de los técnicos ferroviarios idóneos y honestos, no pueden retornar los funcionarios corrompidos que estuvieron a la sombra del boicot y liquidaron la empresa ferroviaria. Reconstruir los ferrocarriles es reconstruir la Nación para que integre de nuevo el país, beneficie a las economías regionales, restablezca la conexión perdida entre pueblos y regiones, y para que en todos los pueblos abandonados retorne la vida.

*Texto de contratapa de «Ferrocarriles Argentinos Destrucción / Recuperación»
de Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar

POR LOS CAMINOS DE FIERRO…

-Selección de textos que integran el libro «Crónicas del Terraplen» de Juan Carlos Cena.

 

EL  MAIZAL  ENCANTADO*

 A Samuel Sánchez, por deslumbrarnos con sus invenciones.

 Era como viajar entre dos murallones verdes, erectos y en permanente balanceo, sólo la faja negra del asfalto y nosotros rompíamos esa monotonía especial del maizal, que se unían allá, en los confines, con la traza del camino. Ni pájaros, ni cantos, ni trinos, ni zorrino cruzando la ruta, ni lagartijas aplastadas y secas, nada.
 -¿Por estos lugares se vino a vivir el Cina-Cina?
 -Si. No le quités la mirada al croquis, que en una de esas por charlar nos pasamos.
 -Hay que tener ganas y no se qué en la cabeza, para elegir este paraje para vivir y decir, cuando te mandó el croquis o esa especie de semi mapa en la carta, que le encantaba el lugar. Vaya encanto.
 -Lo que pasa que vos no lo conocés al Cina-Cina, es un tipo especial, ya vas a ver, te va a encantar.
 -Pero debe ser de antaño, si era conocido del Porfirio, tu Viejo, y ya era nombrado, -insistía la mujer del Negro que viajaba incómoda y medio de prepo.
 A pesar de los diálogos que mantenía con su mujer, el Negro se andaba rodeando de silencios, orillaba ese territorio, solo eso, por ahora; pensaba, y pensar así, orillando los silencios, era una señal no visible de que en cualquier momento se rajaba, no cualquiera, desde afuera, detectaba ese tránsito. Todo se mezclaba en el Negro, era un revoltijo de cosas pasadas, presentes, el devenir, como si una cinta transportadora los expusiera, cuestiones mixturadas con anhelos, frustraciones, interrogantes.
El silencio avanzaba. Rumiaba. Le molestaba la incomodidad de su mujer, no entendía nada. Decidió, por fin hablarle del Cina-Cina, en una de esas se calma y lo deja masticar los silencios tranquilo más tarde.
 -Es un tipo especial, -comenzó- siempre lo fue. Lo conocí por los sesenta.
Se presentó en la oficinas Centrales del Ferrocarril Belgrano. De entrada, como pidiendo contraseña, me preguntó sí yo era hijo del Porfirio y sobrino del Cacho. Al responderle que sí, que lo era, dio media vuelta y se fue. Al rato regresó.
 -Fui al mingitorio, no daba más. Tengo derecho a mear, y en definitiva prefiero pasar por guarango y no que se me reviente la vejiga, además, el aguantar te jode la próstata.
 Se paró bien de frente a mi escritorio. Estaba trajeado, por esos tiempos fumaba, de piernas abiertas balanceaba el cuerpo, de manera que su badajo cayera a plomo, y se moviera libre. Se vestía como un ciudadano, pero era un tape (gaucho del noreste), la parada lo denunciaba. Me interrogó, preguntó
por mi viejo y mi Tío, sus amigos, eran amigos del pago, San Cristóbal, al norte de la provincia de Santa Fe. Vaya a saber desde cuando, la misma maestra, los tres ferroviarios. Yo escuchaba. Y lo seguí escuchando desde ese día siempre, en sus cuentos, narraciones, invenciones, en sus fantásticas mentiras; toda una cultura, donde se mezcla la imaginación del que escucha con la del que transmite, en su narración o cuento, y que es, seguramente, parte de la imaginación colectiva. El arte de escuchar y acumular, es primario al de inventar, es que por esos parajes, primero se aprende a escuchar y luego, cuando el escuchador se siente pleno habla, todo un encantamiento.
           El Cina-Cina, anduvo y vivió por todos lados, se jubiló en Córdoba, se había hecho medio cordobés, pero seguía siendo un tape.
Enriqueció por esos aires su caja de cosas escuchadas, y en una de esas aparece en Mendoza. Los hijos lo convocaron con sabiduría, querían que sus descendientes, es decir, los nietos del Cina-Cina, aprehendieran cosas que sólo el sabía y podía contar.
 -No debe ser para tanto, -dijo la mujer del Negro que se llamaba Isabel- debe ser medio charlatán, engrupidor y encima de andar chocheando; también, con los años que calza, como para no.
 -Fíjate en el croquis no sea cosa que nos pasemos, el callejón tiene un cartel que dice: Estación El Maizal.  -Mirá el nombre que le vino a poner al callejón, original.
 -Lo volví a encontrar en tierras mendocinas. Estaba igual, -mi mujer me fastidiaba, así que decidí seguir hablando- parece que de noche dormía dentro de un tonel con grasa, ni una arruga, lisito, la misma percha, pero siempre tape; andaba medio incómodo con los menducos (mendocinos), no lo entendían, decía: -Fijate mi rutina, me levanto temprano, verdeo en la cocina, hojeo el diario «Los Andes», salgo a caminar, al regresar me dedico al jardín, a los pájaros -me miró y prosiguió, yo comenzaba a abrir la boca en trance de ser pitonizado- Les cambio el agua a los pájaros, es que les puse unos tarritos en las horquetas de los árboles junto a otros con alpiste, mijo, maíz partido, cuando termino la preparación ritual, les silbo y se desprenden de los álamos, aguaribay o los eucaliptos en bandadas y es una sinfónica de trinos; aunque yo esté encaramado todavía entre las ramas invaden el árbol, pasan por encima de mi osamenta y si tengo algún granito de suelto lo picotean, no se asustan. Eso sí, ellos esperan mi silbido y recién se largan como escuadrillas en picada. Me bajo, los miro, los escucho y me digo: -No tenés pajarera Cina-Cina… A veces se descuelga algún atrevido gorrión antes que los otros, lo reto, pero no se vuela, me mira con ese rostro plumudo y percibo sus gestos de avergonzado en el movimientos de sus
pequeñas plumas. El otro día, esperando al menduco que camina conmigo todas las mañana encontré a dos perros atorrantes meándome los rosales. Cuando salí por la puerta que da al patio, embocadura por donde mi mujer me indica que la mateada ha terminado y me raja, ya no me soporta, es el momento
cuando comienzo a volar con mis fantasías mañaneras, tantos años escuchando lo mismo, como para no. Bueno, decía que salía y es cuando sorprendo a dos perros callejeros con las patas levantadas meta mear. Me quedo quieto, por eso de que es muy jodido y hace mal interrumpir el meo de golpe, sea perro o
humano. Esperé. Bajaron la pata y salí. Se sorprendieron. Quisieron rajarse. Les grité:
¡Alto!, quedensé donde están. Se quedaron. Se acomodaron frente a mí, patas y manos abiertas, las cabezas medio gachas y con los ojos bien abiertos. Les dije y bien fuerte: se me sientan -se sentaron-, no les da vergüenza andar meando plantas ajenas, esos son mis rosales. Vean, vean como los cuido, tiene hasta un anillo de algodón en el tronco con DDT para las hormigas, ustedes vienen lo mean y a la mierda el DDT, las hormigas agradecidas, no me vengan con el verso de que quieren marcar territorio.
 El menduco que camina todas las mañanas con el Cina-Cina presenciaba la escena desde la iniciación con la boca abierta, un rato más y se le llenaba de moscas.  Los perros ante cada afirmación del Cina-Cina se miraban de reojo girando un poco el pescuezo, movían sus cejas, gruñían despacio pero escuchaban atentamente, con la cola tiesa.
 -Yo nunca los agredí -proseguía el Cina-Cina-, ni les tiré piedras, ni les puse carne envenenada como algunos hijosdeputa de por aquí, que cuando los vi, fui y los putié, la recogí y la enterré, y ustedes vienen ahora y mean mis rosales, que sea la última vez, ahora tomensen el raje. Los chocos se pararon en posición normal, antes de girar contestaron con dos ladridos, esa fue la respuesta, saltaron el cerco de ligustrines y se perdieron por un callejón.
     -He visto todo, -dijo el menduco- usted es igual que Esopo, habla con los animales.
 -No, yo no soy igual, él escribió sobre animales, yo hablo con ellos, no se si catea cual es la diferencia.
            -¿…?
 -No me mire así compadre, entienda, todos somos animales, la diferencia está en la palabra, hay que entenderse, esa es la cuestión; algunos tienen plumas, otros ladran, otros tienen escamas y viven en el agua, yo estoy parado, tomo mate y camino con usted. Digo, ¿comprenderán estos plumudos o
ladradores porqué salgo a caminar con usted?, Yo todavía no, pero, a pesar de todo, lo espero todas las mañanas.
 -Al otro día, no se porque cuestión, salgo más temprano al jardín, hago la rutina, regreso a la cocina a tomarme otro verde, estaba fresco, el Tunpungatito enviaba un aire seco. Uno veía desde donde yo vivía, Chacras de Coria, el recorte del cerro precordillerano, azul, muy azul. Cuando estaba adentro siento unos ladridos, salgo y veo, los dos perros atorrantes en medio de la calle, me ven, dan dos ladridos más y corren hasta dos enorme eucaliptos, levantan la pata y lo mean, arañan la tierra con las manos, dos
ladridos más, esta vez si mueven la cola, y se van lo más campantes por el callejón.
 -Hasta más ver, les contesté, nos vamos entendiendo. Entré de nuevo a la casa, busqué una palangana vieja de aluminio, la llené de agua y la coloqué debajo del eucalipto meado, donde marcaron su territorio.
 -¿Eso te contó el Cina-Cina ese? Vos, seguro que lo escuchaste embobado, y te imaginaste perro o pájaro, menos mal que no habló de lagartijas o de iguanas, ya te veo con la cola larga…
 Es mi mujer, no es mala, pero no entiende, es una urbana que no comprende que detrás de ese mundo masivo hay otro, distinto y hermoso, pensaba para adentro el Negro, como iniciando un camino.  Al hablar de esa forma, la Isabel, daba la sensación de que un pequeño temor la iba penetrando; debía
ser por la convocatoria del Cina-Cina, el maizal y por él mismo, ya que para ella era un desconocido. El temor a sentirse desprotegida, digo, porque la conozco. Es que uno al vivir en esas inmensas ciudades y educado en ellas, cree ser poseedor de grandes y pequeños pensamientos, pero uno no se da
cuenta que no son de uno, sino de la multitud que cree ciegamente en las fuerzas de las instituciones y de su moral, y no percibe el poder de policía de esas instituciones que te moldean el pensamiento y tu opinión a través de la supuesta protección. Por eso, el valor, la compostura, la confianza, las
emociones y los principios están regidos por esa urbanidad que el mismo hombre ha creado para defender sus intereses. Por eso la existencia de Isabel y de otros, y la mía, -a pesar de haber vivido en zonas rurales, y haber sido educado con sus maneras- en las grandes urbes se vuelve insignificante y se puede vivir únicamente dentro la compleja organización de las multitudes organizadas. Por eso el sólo contacto con la naturaleza, a Isabel, le producía súbitas y profundas inquietudes en su corazón. Es que uno se siente solo, aislado de su especie urbana, a ésto se le suma la percepción de soledad, sus propios pensamientos y las sensaciones urbanas que lo abandonan, porque por aquí, por estos parajes, son inútiles. A la negación de lo habitual, que es lo seguro, se añade la afirmación de lo inusual que es lo peligroso. Miraba a Isabel de soslayo y la veía en franca transformación, un rictus distinto aparecía, duro y profundo. Comencé a aflijirme. No sea cosa que por mis locuras encantadas arruine a la otra
persona que vive conmigo, que es mi mujer, pero que no entiende algunas cuestiones. El paisaje le era extraño, hostil, a lo que se le sumaba, la desconocida personalidad del Cina-Cina.
 -Este monte de maíz..
 -No es un monte, -le contesté.
 -Bosque de…
 -Tampoco es un bosque.
 -¿Entonces, qué es?
 -Un maizal, eso, un maizal.
 -¿…?
 -El maizal es compacto, uniforme, no tiene lugares ralos, es disciplinado, nacen casi todos los granos al mismo tiempo, sus penachos se mecen como una danza, no es un mar verde y tiene una gran vida interior, es silencioso a las brisas, es una de las plantas más antiguas de América. Guarda en sus entrañas toda la sabiduría de las civilizaciones pasadas y seguía con mis desvaríos.
 -Parece que vos fueras de maíz. Mirá que hay que tener ganas de venir a vivir en medio de un maizal en la soledad más absoluta, sin televisión, sin vecinos, ni cine, ni teatro, ni revistas…
 -Fíjate en el croquis no sea que nos pasemos…
-No nos vamos a pasar, vamos a llegar. Hace horas que vamos dentro de este callejón de maíz. Vos fíjate en la ruta y en los caminos de la izquierda. Se conversaba, como una distracción. Ella era cada vez más consciente de que todo se volvía inexplicable, al maizal misterioso lo sentía, y esa sensación la hacía insignificante. Una fuerte inquietud avanzaba sobre Isabel, más, sabía por el tiempo que en cualquier momento aparecería el cartel que diría: Estación El Maizal. Venía de muy lejos y sentía cada vez más la aprehensión de desamparo, impresión que nunca había avistado en su mundo interior, y la presunción de que una misteriosa vida albergaba en el maizal. El Negro se tornaba cada vez más silencioso, observaba mortificado el asfalto y el maizal. Sabía que el Cina-Cina enfrentó este cambio con entereza, a pesar de ser un tape hecho y derecho. Enfrentarse con la naturaleza, aunque sólo sean problemas materiales, exige una cuota mayor de coraje y serenidad de espíritu. Ellos dos eran incapaces de una lucha semejantes, venían de otro lado. De otra sociedad, que por otras razones, no de ternura precisamente, había cuidado de ambos prohibiéndole todo pensamiento independiente, toda iniciativa, toda desviación de rutina. Solo podían seguir viviendo a condición de ser como máquinas. Y ahora libres, en medio de un maizal inacabable, no sabían como utilizar su libertad, su verdadera libertad. Sus facultades urbanas no funcionaban, eran inútiles, no detentaban otras, y cuando aparecía el desamparo, no sabían qué hacer. Todo ocurría en silencio. Los dos, al no tener práctica, eran incapaces de pensar por sí mismos, de balbucear un pensamiento nuevo. La aflicción ante lo desconocido los iba abrumando, los hacía impenetrables, aunque en forma desigual. Una especie de arrepentimiento invadía al Negro por arrastrar a la Isabel a esta locura de ver al Cina-Cina. Es que la carta invitación más el croquis los había encantado, era como una expedición de esas que se ven en las películas, que ni hormigas hay en el campamento, donde Deborah Kerr se pasea envuelta en gasas, Steward Granger de botas limpias y lustrosas y presume a la pelirroja y un negro les sirve un whisky con hielo, (¿hielo?).
Aquí por el momento no había hormigas, pero los rodeaba una soledad verde del carajo. Iban cada vez más adentro en ese mar de especulaciones, no había contención alguna.
 -El cartel, -gritó Isabel- el cartel, doblá, doblá…
 Encararon por el callejón de tierra negra, apretada por el peso de los carruajes de llantas de hierro, cóncava, huellas secas. Aquí sí apareció la vida, pájaros revoloteando, cuises corriendo de orilla a orilla, espantados por el ruido del traqueteo de la camioneta; de pronto, la aparición sorpresiva de algún campesino saliendo del interior del maizal como si fuera un desprendimiento, saludaba con el machete en una mano y con la otra hacía flamear un manojo de maloja, estaba desyuyando los surcos. Otros, les hacían señas de que más allá estaba la Estación, como si supieran que ellos vendrían…
 La tranquera era un paso a nivel, como Dios manda, con la barrera y el gancho para el farol, los contrapesos y una campana como llamador. Pintada de negro y amarillo como dios manda, o mandaba. Los privados le cambiaron el color.
 El Cina-Cina estaba ahí, sonriente, acicalado, lustroso, con su camperita de cuero, parado a lo tape, con el badajo al medio sintiendo el balanceo en el entrepiernas, los recibió con un abrazo de aquellos, bien apretado, lleno de gusto; sin soltarme le dio la mano a Isabel en forma reverencial, bien a lo tape, respetuoso, los invitó a trasponer el paso a nivel, digo, la tranquera.
 -Mi señora nos espera, está desde esta mañana temprano metida en la cocina, no quiere que falte nada. Pasemos, yo voy en la bici, son como doscientos metros hasta la casa. Desde lejos se veía a la estación partida en dos en forma longitudinal, se recortaba sobre el verde maizal que daba al norte;
todo era bien nítido, un andén, las palancas de las señales, una balanza para pesar encomiendas, una carretilla para llevar equipaje, campana, dos faroles de barreras y otros enseres. Todo me intrigaba  a medida que íbamos cruzando el cuadro de la estación. Al llegar vi dos letreros, uno en cada costado, Estación El Maizal, recién pintados, con letras y medidas reglamentarias.
 Una parte del edificio era la estación, el otro, es decir la otra mitad, la casa donde vivía el Cina-Cina. Los ladridos de los perros alertaron a la señora de Cina-Cina que salió refregándose las manos en un repasador.
 -Pasen, pasen, refresquensén un poco, en el baño hay agua limpia y fresca, hay una palangana y toallas, apuren, la mesa está servida. Todo pasaba repentino, como si el tiempo se acelerara. La palangana enlozada como los viejos baños de los coches dormitorios, con el contorno labrado con espigas
de trigo en relieve, y en el fondo, una dama envuelta en gasas o una rosa gigante, toallero, inodoro, ducha, era un baño ferroviario; al ver esto me dije y muy afligido, que algo desconocido y no tanto, aparecería. A pesar de ser ferroviario, presagiaba que se venía un viaje fantástico, digo: viaje, porque uno siempre viaja y sabe de los misterios que guarda el tren y lo que lo rodea, es la alienación del ferroviario, incurables.
 Isabel, poco a poco entró en la cocina, se preocupó de los aromas nuevos e ingredientes. Lo miré al Cina-Cina, movía la cabeza y éste me respondió con una sonrisa de tape ladino, como diciendo: después viene lo mejor.  Comimos humita en chala, choclos asados, otros hervidos, sopa de crema de maíz, un corderito con ensalada de granos de choclos y porotos, todo bien regado. El Cina-Cina ante mi llegada se había pertrechado de un buen vino. Era la ocasión, se festejaban años de amistad y de reencuentros. La
sensación de soledad fue mermando con la presencia de esta gente, el rostro de Isabel mejoraba, pero a mí me entraba otra intriga, despacio, como un puñal de hielo.
 El Cina-Cina sonreía. Esperaba el tape, eran sus tiempos, llenos de pausas, en cambio los míos estaban cargados de ansiedad ciudadana. Años cargando comportamientos tabulados, llevándolos a cabo como si fueran propios, personales, opinaba y creía que mi opinión era original, inteligente, independiente; pero no, opinaba como el aparato de la sociedad estipulaba, decía las mismas boludeces que todos pronunciaban y votaba al candidato de todos, aunque portara otro apellido, que lo parió. Estaba libre de toda atadura y no sabía que hacer con mis manos libres. Liberadas. Con Isabel no sabíamos, éramos incapaces de poner en funcionamiento los mecanismos de la verdadera libertad, que estaba allí, en medio de un maizal. Éramos la inutilidad urbana.
 Se durmió la siesta, digo, ellos, yo despierto y elucubrando sobre como el Cina-Cina había superado el cambio de la ciudad al campo, y me preguntaba, ¿qué fuerza interior lo empujó y determinó que ése era su lugar? Cuántos interrogantes. El Cina-Cina dormía. Viejo apodo que le venía de niño. Mi viejo comentaba que era tan flaco que se le asomaban los huesos por la piel como espina de cina-cina, un arbusto espinudo. Yo no sé bien si era de San Cristóbal, pero podía haber nacido por ahí cerca, Huanqueros, Ñanducita, Ceres, porque mi viejo nació en San Cristóbal pero mi abuela Elena, que era
toba, lo anotó en Ceres y por las dudas, porque no se acordaba bien, lo anotó también en San Cristóbal, en Ceres como Pedro Alejo y en San Cristóbal como Porfirio. De grande mi viejo eligió, se quedó con el Porfirio, éste tenía historias. También era contador de historias de ajenas, propias, inventadas, mentirosas y de las que raye, era de la zona, por donde dicen , anduvieron mucho los andaluces. Me arrullé pensando en mi viejo; se mezclaba el sueño, el Cina-Cina, el Porfirio, el maizal y me inquietaban las reacciones de Isabel. Siesteamos, luego mateamos, y empezó un largo viaje narrativo del Cina-Cina ante una pregunta, que él ya esperaba.
 -No me llevaba con los menducos, no son mala gente, sólo que no me llevaba, sólo éso. Conversé con ella y rumbié para Buenos Aires. Fui a ver a tus amigos de la Administración de los Ferrocarriles, los que manejan los inmuebles, y como estaban vendiendo de todo, escuché que se vendían estaciones, ¿estaciones? ¡qué los parió! Me atendieron bien. Algunas la tienen las municipalidades, funcionan como oficinas de turismo, otras son museos, las conservan y las han arreglado, otras son criadores de chanchos, otras no las quiere nadie, otras se venden por dos mangos.
 -El Negro me dijo que ustedes me aconsejaran.
 -Bueno, mirá, aquí hay una que se vende con el cuadro de estación y  todo, de barrera a barrera, es mucho terreno.  -Macanudo, ¿cuánto vale?
 -Casi nada, el precio es simbólico, es casi nada.
 -¿Cómo que simbólico?.
 -Si, tiene la estación partida, partida por la mitad, en forma longitudinal, hay que arreglarla. Mirá el plano. Está cerca de la Estación Monte Maíz, en medio de un maizal, se te puede hacer llegar luz eléctrica como tenía antes.
 -¿Por qué se partió la estación? -fue la pregunta de rigor del Cina-Cina.
 -A esa estación la construyeron los ingleses. Aquí cargaban la cosecha del maíz, trigo, cebada; todo el cuadro de estación era un lugar de acopio, en tiempos de recolección era un gigantesco campamento de cosechadores, crotos, linyeras bohemios que no eran otros que anarquistas sembrando sus ideas.
Hacían representaciones teatrales con sus conjuntos filodramáticos, donde actuaban los cosechadores y participaban en la construcción de los guiones para la obra. Cuando fueron a construirla se encontraron con un gigantesco magín…
 -¿Qué es una magín?
 -Es un inmenso agujero en la tierra, más grande que una vizcachera, algunos tienen fin otros no. Por el medio pasaba la traza de la vía, pero los constructores, creyendo que era peligroso la corrieron y en su lugar edificaron la estación con una base antisísmica, es decir un encofrado de cemento y ladrillo bajo tierra, por medio de este sistema construyeron la estación. En cambio si el tren lo atravesaba, por su estrépito y vibración podía hundirse, por eso desplazaron la traza, para evitar accidentes.
 -Sí, pero no me dicen porque se partió longitudinalmente y no transversalmente la estación, eso es lo que quiero saber. Sino, no la compro.
 -Nadie lo sabe, solo se sabe que justo por entre los dos edificios pasaba el viejo diseño de traza, entre ellos cabe el gálibo de un vagón de trocha ancha… Aquí el Cina-Cina sospechó. Esto no es cosa de humanos simples, aquí anda el duendaje suelto. Esto es cosa de ellos, están volviendo, y no es casual que yo esté justo con estos planos, en este lugar y que me haya enviado el Negro, no, no es casual.
 -La compro, hagan el recibo. Todos sonrieron. Mas sospechó el Cina-Cina del duendaje, se habían soltado, era tiempo. Vine a verla, estaba derruida, la medí con los pasos, trancos largos, pedazos de cañas añadidas, me asomé al magín, y me dije aquí me quedo. Otro se hubiera rajado. Un sulky esperaba
con paciencia, su dueño le aflojó el freno al matungo para que pastoreara, mientras observaba, no se le escapó ni uno de mis movimientos. Regresé al pueblo y le envié un telegrama a mi mujer: empacá todo, que el Ñato te haga la mudanza, encontré el lugar. Y aquí estamos, disfrutando de la naturaleza.
Reparé los edificios, los peones de por aquí me ayudaron, cavaron alrededor del magín, corrieron la Estación con rollizo de troncos, ya que se podía desplazar, la calzamos y como ves, le hicimos un andén. Desde Buenos Aires me enviaron una mesa de auxiliar, un manipulador para el telégrafo, el teléfono de pared y el aparato stays para colocar la vía libre, los arcos para dársela a los maquinistas, el mueble portaboletos, un fechador, en fin, como ves está completa.
 Lo miraba y lo miraba al Cina-Cina, porque además era cierto, estaba todo reconstruido, e imaginaba a la vez que algo en mi estadía iba a comenzar.
 -Al comenzar la reconstrucción, se arrimaron comedidos para ayudarme y contarme, así es, contar era el interés central de éstos ayudantes, narrar sin afirmar, sino diciendo: ¨dicen que…¨
 -Fijesé Don, dicen que en temporada el tren del maíz pasa por aquí. -Dejó colgando el fijesé Don, uno de ellos, el más suelto de lengua. Esperó mi reacción, se la manifesté con rapidez, no iba a andar tanteando, si el había jugado fuerte.
 -¿Y cuándo es la temporada?, así  nos preparamos, que joder, – dije desafiante.
 -Para el fin de la cosecha. Cuando ésta termina, el tren cosechero o el maicero aparece; viene recogiendo la siega en las estaciones acopiadoras. Por eso este inmenso playón. En el galpón esa noche, antes de que pase el último tren, se hace una fiesta, una galponeada como le dicen, con choclo
asado, unos corderitos, vino, se viene el canto y los abrazos de los cosechadores que tienen el mono listo y se van para otra colecta: Algunos se separan, y eso es doloroso, laburando de sol a sol juntos, hablando de a sorbos todos los días, y de noche a tragos largos, y ahora la necesidad los separa, es fuerte el desgarro porque ha sido fuerte la amistad, fijesé Don.
 -Entonces, cuánto tiempo tengo ¿ah?
 -Veamos, se labra la tierra, rastrilla, se surca, se limpia donde se siembra, aparecen los sembradores, y a partir de los primeros brotes cuente, no es el mismo tiempo cada año, según las lluvias, seis meses, depende, aquí el tiempo se mueve de otra forma.
 -Comencé a laburar mirando el crecimiento del maíz, este me marcaba los tiempos, todos los días los observaba, el horizonte se alzaba verde lentamente, y yo, meta aflijirme, -nos contaba el Cina-Cina- y la gente de campo que seguía viniendo a echarme una mano. Aparecieron los maquinistas, ferroviarios no, sino los que manejan las cosechadoras, las trilladoras, las sembradoras, esos. Con ellos creció la solidaridad, y cuando la fecha se aproximó dijeron:¨ nos vamos a la cosecha, esté atento cuando vea que
voltean la trinchera del último maizal, que antes se pone amarillento, -es un aviso- justo por donde pasa la traza de la vía, y los loros ya no revolotean por esa zona, son señales, el tren ya se aproxima, repitieron.
 Isabel y yo con la boca abierta. Era la primera tarde del primer día, todos los temores de la ruta, el miedo a lo nuevo se fue diluyendo, nos entraba una especie de encantamiento, incrédulos en un principio, luego, crédulos a medias. Isabel se volvió hacendosa, su rostro se enterneció, dejó de rezongar, a mí me entró por pensar de otra manera. Salía a caminar sólo cuando los interrogantes me atoraban, el Cina-Cina, sonreía, siempre sonreía este carajo, algo veía en mí que yo no percataba. Cada vez echaba de menos más y más lo cotidiano de la ciudad, el club, las librerías, algunas charlas de café, monótonas, estériles, los chismes del laburo, las pequeñas enemistades, la cuestiones familiares, todo se diluía. Isabel ni se acordaba de sus amigas. Verla a ella era un poco como verme en un espejo. Nos renació el amor, la pasión y el deseo de estar juntos, ya no nos abarcaba la histeria diaria que anulaba todo acto de ternura. Era como si todo recién empezara…

 -¿Cómo fue el primer tren que viste pasar Cina-Cina?
 -Dentro de unos días te cuento, todavía no, falta poco para que te cuente y te transmita, y falta poco para que sientas, no para que veas al primer tren. Comenzó la cosecha…
 Pasaron unos días y el Cina-Cina comenzó a limpiar toda la estación, silbando, canturreando. Apartado lo observaba, sino me convidaba al silbo yo me quedaba así, haciéndome el distraído. Cayó la última trinchera de maíz, se amarilló el horizonte y se aplanó, se llenó de máquinas y de ruidos metálicos. Los maquinistas pasaron por medio del playón, ¡estense atento Don! en dos días pasa, ¡estense atento! Partían hacia otro maizal.
 -A los dos día, por la tarde, el Cina-Cina preparó el arco de la vía libre, llenó los faroles con kerosén, les recortó la mecha, los prendió y al atardecer se fue solo, sin convidarme, primero a la del sur, luego a la barrera norte. Iluminó la estación, regó el andén, todo estaba listo.
 -Hoy pasa el tren. Vamos  a comer, de  paso les digo algo. Nos sentamos en silencio. Él silbaba, su mujer canturreaba y nosotros intrigadísimos.
 -Esta noche pasará el primer tren de la cosecha. Cuando esto ocurra, ustedes se quedarán aquí adentro, porque aunque salgan no lo van a ver, y si ellos los ven y ven que son extraños y no gente preparada, se disuelven, porque se va el encanto, yo les explico después. Eso sí, lo van a sentir, cuando pase el tiempo lo podrán ver, pero para éso falta.
 El Cina-Cina era de esos ferroviarios que se había tragado al ferrocarril con gente y todo, con sus fantasías, imaginerías y las esperanzas de décadas. Era su sujeto, y el misterio del tren se le incorporó en todo su ser, como a otros muchos, el misterio de adiós que guarda el tren, se le ampliaba. Es cierto, el tren circula de noche lleno de misterios, va cargado de vida y muerte, de noticias amargas o dulces, se nutre y siembra a su paso. Las mejores historias se desarrollan dentro de él, las más grandes
confabulaciones, asesinatos, amores, con música de fondo que es el traqueteo de su rodar. Sino que le pregunten a la Agatha Cristie, si hasta ella es ferroviaria, ningún otro medio está tan lleno de misterio y encantamiento como el tren, ninguno. Y nosotros, los ferroviarios, éramos parte de ese misterio y de ese encanto. Entendí, casi antes de que pasara el tren, que no por casualidad estaba ahí, que no por casualidad me invitó el Cina-Cina a pasar unos días con él en ese lugar y en ese tiempo, si éste hablaba con los perros, yo era cosa fácil.
 Terminamos de cenar, bebimos bien, todo medio en silencio; nosotros mudos, el Cina-Cina y la señora normales, sólo nos miraban más de la cuenta.
Nosotros éramos la preocupación, no el tren, él, ya era rutina en tiempos de cosecha.
 De repente comenzó a vibrar todo, suavemente, un sonido de cosas rozándose, el poderío crecía y el roce se transformó en tintineo sin interrupciones, era un tembladeral.
 -Es el tren, -dijo el Cina-Cina- no salgan, recomendó de nuevo, tomó el arco con la vía libre y un papel enrollado, como si fuera un mensaje, de esos que les dan a los maquinistas con observaciones, y se paró en el andén de la estación con las piernas abiertas, haciendo balancear su badajo de puro tape no más. El jadeo estrepitoso del tren se aproximaba, era como un ronquido que brotaba de la tierra. Cuando pasó el tren parecía que entraba al comedor, todo un estrépito, el silbato a pleno y un olor azufrado penetró
en la habitación como un vapor, pero no era vapor, era humo de caldera, la locomotora era a vapor. Entró el Cina-Cina sonriente, con la otra vía libre en la mano, la que le tiraron los conductores del tren. Se sentó, se calmó, se tomó un largo trago de vino y por fin nos miró y escuchó nuestro silencio. Eso sí, ni nos acordábamos de la sociedad de multitudes, esto nos superaba.
 -Pueden salir, -nos dijo. Salimos. La noche estaba clara, fresca, se iba terminando el verano, se doraban las plantas, y el cielo y las estrellas y la miniatura de uno ante tanta inmensidad, y de qué me caliento si sólo soy apenas un grano de maíz y no entiendo un carajo….
 -Mañana la seguimos, trabajé mucho hoy, es el primer tren de la temporada, después todo es rutina, hasta mañana.
 Cina-Cina, viejo zorro del monte, nos dejó cargados de interrogantes, nunca en mi vida había tenido tantos. Pero eso de la  inutilidad ciudadana frente a la naturaleza se iba acabando, y este acabar era obra de él, me la pasaba reflexionando y hurgando mi vida anterior, todos los días me daba pie. Y la
Isabel andaba cavando estacas para armar un gallinero, punteaba la tierra para sembrar verduras; de noche venía cargada de aromas verdes, uno podía adivinar los andares de su día de solo olerla, de hocicar entre sus cabellos, de verla extenuada pidiéndote amor.
 -Buenos días, ¿durmieron bien?, preguntó el zorro. Y estaba mateando sentado en la galería de la casa.
 -Escúchame Cina-Cina, anoche escuchamos el tren, no lo vimos, pero ¿y las vías?, y el maizal del norte aún está en pie, nadie lo aplastó, ¿cómo es todo ésto?
 -Todo esto tiene que ver con la terquedad de la esperanza, como dice mi amigo Luis, que es de Córdoba. Las vías están ahí, debajo del maizal, el maizal no es aplastado porque se acuesta al paso del tren, si te fijás está medio inclinado, recién para el medio día se pone derechito. El tren aparece y se esfuma con la complicidad del maizal, de la gente que lo habita, de los maquinistas de las máquinas agrícolas, de su solidaridad, de soñar juntos, de recrear lo mejor de nuestro pasado, para no olvidarnos, nunca de nuestras raíces; el maíz es el símbolo de la unidad, de la vida y todo esto alimenta nuestra imaginería, se potencia de tal manera que hacemos regresar el tren, a los crotos, a los anarquistas cantando en los fogones como docentes, llenos de fuego y pasión. Es una manera de vivir, la de no dejarse vencer nunca. Escuchar el tren es un paso, verlo es otro. No dejarse arrebatar ni los sonidos, ni los sueños, ni los cantares, ni el anhelo de ser hombres libres, esto tan sencillo es una proeza, como la pretensión de ver al tren.  Isabel y yo, casi en ayunas escuchábamos atentos. Absortos ante las palabras del Cina-Cina, embrujados. No éramos los mismos, nunca más lo seríamos, pero las dudas del mundo nos carcomían. ¿Cómo qué es pura pasión?, si yo escuché el pito de la locomotora, la casa trepidó y percibí el olor a
humo de leña. ¿Era el misterio que guarda el tren, el encantamiento del maizal?, o somos nosotros y nuestra terquedad, esa que portan los ferroviarios hace más de cien años.
 -Dicen que por Avía Terai, Rincón del Quebracho, Pluma de Pato, Negro Quemado, Añatuya, Chañar Ladeado y otros lugares, anda apareciendo el tren.
Que los tanques y cisternas tienen agua y que sus mangas gotean de nuevo. Que todo recién empieza, que es cuestión de tiempo, el tiempo de la gente. Como siempre, casi todo se inicia por los sueños, luego a uno le renace la esperanza, más tarde la aspiración por concretarlo y aunque parezca lejano, nada es lejano cuando los hombres y mujeres sueñan sueños que tienen que ver con la vida. Por eso, querido Negro, estás en este lugar, nos cobija el encanto del maizal, el encanto de sus habitantes es tan grande que hace
funcionar el tren, como un deseo fuerte que toma cuerpo y forma, aroma y música en su trepidar, como el que tenemos nosotros, los ferrucas, la gente de los pueblos sedientos, los que se quedaron sin agua, sin poder visitar al de más allá: víctimas de la desconexión entre pueblos…
 -¡Frená, frená, pará! estás alucinado, ¿no te diste cuenta de todo lo que hablaste? Tenés los ojos vidriosos, estás tieso. Has hablado sin parar todo el viaje ¿Te acordás de lo que contaste sobre el tren fantástico que pasó por el medio de la casa del Cina-Cina? -¿Te acordás? le reclamaba Isabel a
viva voz para hacerlo volver, se había ido el Negro en el relato o monólogo, o lo que sea. El Negro sintió el reclamo, comenzó a volver, abandonaba poco a poco el territorio de los silencios; frenaba pausadamente la camioneta, pestañeaba de nuevo, salía de una rigidez particular, aspiraba profundo;
retornaba lentamente de algún lugar de  silencios que solo él conocía.
Porque a pesar de haber parloteado sin parar, no había sido claro, es que no podía ser claro, aquí no había transmisión oral de una imaginación a otra, el que da y el que espera, el intercambio, la mixtura no se producía, la imaginería colectiva no cuajaba, todo era incoherente. Sus palabras estaban llenas de encantamiento, partían de otro sitio, venían de muy adentro, o de muy afuera, adentro estaba él, afuera el maizal. Detuvo la marcha, y le dijo a Isabel: yo vi y sentí el tren que pasó por la casa del Cina-Cina, por el medio de la estación partida. Vi y sentí el tren, olí el vapor de los cilindros y el humo denso de la caldera. Isabel, acordate, todo oscilaba, todo era vaivén…vos estabas conmigo. La miró, abrió más los ojos y se calló.
 El Negro temblaba, estaba como afiebrado, apoyó la cabeza sobre el volante, lo aferró fuerte con sus manos, tomó mucho aire y gritó: ¡qué lo parió, era un sueño carajo! y quedó jadeante, se fatigaba, y en cada espasmo, miraba a su mujer solicitando cariño, afecto, tolerancia. Isabel lo miró con una
inmensa ternura, lo acarició y despacio, paso a paso, lo calmó, lo apartó de la excitación, aprovechó ese momento de sosiego y le dijo:

 -Tranquilo, calma, aún no llegamos a la casa del Cina-Cina, todavía vamos por entre los murallones del maizal, descansá, es largo el viaje; es que el maizal y el asfalto se parecen a una larga traza de vía, y esto te confundió, es eso, el maizal y el asfalto te desorientaron y te vino el desconcierto; por eso te alucinaste, digo, te confundiste…es eso, nada más que eso; mejor dicho: es por el maizal y los sueños del Cina-Cina.

EL DESVÍO*

A Carlos Melidoni

 
 «El tanque de agua es lo más alto», decía cuando fui por primera vez al desvío. Lo comparaba con la señal, aunque nunca los había medido. No es que polemizara con alguien. Lo que sucedía era que el tanque de agua del desvío se presentaba a mi vista como algo vigoroso, algo de mi preferencia. Un grueso caño descollaba de su cuerpo como un brazo robusto que se doblaba en el codo, le colgaba una manga raída, dando la sensación de cercenamiento.
Ahora no se usa más, sólo un goteo pertinaz cava un hoyito entre las dos vías. Ahí beben los pájaros del monte. Las locomotoras de vapor no aplacan más su sed en el tanque del desvío.
Transitan otras, las locomotoras diesel. Pero el tanque está ahí, monumental. Regaba al pueblo, daba de beber a los pobladores y al ganado, aquietaba los médanos que rodean al pueblo. Digo pueblo: un almacén de ramos generales, una carnicería -matadero, un galpón que funcionaba como taller mecánico, el herrero arreglaba arados, rejas, varas de carro, armaba tranqueras, reparaba todo, era un ramos generales metalúrgico. La estafeta de correo funcionaba en la misma oficina de la policía, y contiguo, un
dispensario de primeros auxilios. Casas de ferroviarios no existían. El único personal ferroviario asignado vivía en la misma pequeña estación de ese desvío.
 Mi viejo no se movía para nada del cuadro de la estación. No practicaba vida social alguna en el pueblo, no concurría al boliche, a pesar de saber los diagramas fijos de los trenes y tener tiempo de sobra. Los  momentos por esos lugares eran anchos y largos, y siempre estaban disponibles. Así y todo, el viejo no quería alejarse. Estaba atento a las campanillas o al repiqueteo del telégrafo. Se apartaba, pero la distancia la medía con el oído. Por las tardes, orillando el pueblo, aparecían hombres silenciosos de
a pie o a caballo, como si fueran un desprendimiento del monte, eran los puesteros y peones de las estancias. Digo, ni siquiera en ese momento tomaba distancia, porque a mi viejo le gustaba escuchar a esos hombres. Era un buen oidor, degustaba la palabra del otro como si fuera un buen vino: entornaba
los ojos y clavaba la rendija de su mirada en los labios del paisano para no perderse ni un gesto
 -Puede arribar uno fuera de horario, como el tren de auxilio, un aguatero, uno especial, y yo justo estoy en otro lado, no puede ser-me aclaraba.
 Yo comparaba la altura del tanque con la señal de distancia, lo hacía a las tardecitas, cuando mi viejo iba colocar el farol de kerosén a las dos señales, la de media y larga distancia. En ese recorrido de un kilómetro de ida y otro de vuelta inventaba juegos. Uno era una rayuela muy particular.
No podía marcarla con tiza en el piso, pero durmientes y rieles ayudaban a la imaginería. Saltaba con la pierna izquierda sobre dos o tres durmientes y brincaba con la derecha sobre el riel de ese costado, uno, dos, tres, y arriba, tenía que hacer equilibrio tras el brinco, sino perdía; repetía con
la derecha el salto también sobre los durmientes y con la izquierda saltaba sobre el riel izquierdo. Luego, dando trancos largos tomaba impulso y brincaba: uno, dos, tres, cuatro y cinco durmientes, y el rebote con las dos piernas, y en medio de él gritaba «¡cielo!». A veces caía taloneando sobre
un durmiente engrasado, y me daba  flor de culazo sobre el balasto (piedras), otras, saltaba cerca de mi viejo y le garroneaba las alpargatas.
Se daba vuelta carajeándome, simulando enojo, y gritaba: «¡Diablo, dejáte de joder!» (de chico me decían diablito). Al llegar a la señal nos parábamos debajo de ella, mi viejo trepaba para colocar el farol en la muesca donde se cambian los colores, bien arriba.
Mientras, con la mirada desde abajo contaba los escalones de la escalera, los memorizaba. De regreso jugaba al equilibrista. Intentaba hacerlo sobre el riel, pero no podía. El viejo me tomaba de la punta de un dedo.
 -No mires la vía, chambón. Yo la miraba y, ¡zas!, un resbalón y la peladura de un tobillo.
 Él repetía: -No mires la vía. -igual, otro resbalón, otro raspón-. Sos huevón, cuando se anda en bicicleta no se miran los pedales. Siempre hay que mirar más allá de las narices. Esta era una recomendación doble. O si no:  -El buen jugador de fútbol juega con la cabeza levantada, es elegante, no mira la pelota, el tacto del empeine le va diciendo como va la cosa, no se le escapa la cueruda.
 Al llegar a la estación, al atardecer, contaba la sombra del tanque de agua con mis pasos. Hacía trampas. Las sombras a esa hora son largas. Quería que el tanque le ganara a la raquítica señal.
 Mi viejo era relevante de estación, categoría correspondiente al Departamento Tráfico. Relevaba a un compañero que trabajó quince días corrido o más, y luego otro lo reemplazaba, y así. Le llevaba en el tren de carga o en algún mixto (mitad carga, mitad pasajero), la ropa y cosas que mi vieja colocaba en una valija-canasta, junto a una carta trabajosamente escrita, que el viejo devoraba. Estaba tres o más días, según; cuando volvía el carguero o el mixto, el viejo me embarcaba de nuevo rumbo a casa.
 El pueblo estaba rodeado por un monte cerrado, un arenal atrincheraba ambos. En los días de vientos todo se opacaba. Se andaba con un pañuelo en el rostro para filtrar el aire, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha, como topando ráfagas. El viento era caliente. Cerca estaban las salinas del norte
de Córdoba. Más de las veces esa brisa era ventarrón que se elevaba por sobre los montes acarreando arenilla con pequeños granos de sal. Arena y sal. Todo era sofocante en esa bóveda arenada. Se andaba por las calles sólo por necesidad. Así era la vida en el desvío.
 Al calmarse el viento, aparecía la vida en patios y veredas, perros y cristianos salían de su encierro, los pájaros remontaban vuelo. Cuando el sosiego era pleno, mariposas, abejorros, avispas, langostas y otros insectos surcaban viboreando la brisa como un retozo. El tanque de agua se mostraba generoso, surtía agua como nunca, la gente regaba todo, hasta las comisuras de las calles, que eran arenosas.
 Mi viejo baldeaba el pequeño andén, limpiaba la arenilla depositada en las palancas de las señales, las engrasaba, y después las probaba. A la noche sacaba los catres fuera de la habitación, que era un horno. Aparecían otras preocupaciones: una, las vinchucas. Tendía mi catre fuera del alero de la estación, entre sus tejas anidaban esos bichos, que de noche se descolgaban a beber sangre y a dejar su picadura maldita. Mi viejo cubría el catre-cama con un mosquitero, yo trataba de resistir esa envoltura. Era inútil cualquier rezongo, las recomendaciones de la vieja se cumplían enteramente.
El viejo era un acatador disciplinado, sabía de sus largos rezongos. Ja, mira si regresaba con una picadura o machucón, pobre mi viejo con mi vieja.
 Me acostaba boca arriba, el cielo se presentaba bajo el tul del mosquitero azul, color ceniza, cuadriculado; éste deformaba todo: a las estrellas les limaba las puntas, al brillo lo esmerilaba, y a mí se me escabullía el cielo, era horrible esa turbidez. Al dormirse el viejo, llegaba el destape.
Ah, la brisa suelta y el cielo libre, la frescura y el rocío.
 La otra preocupación era el burro. Sí, un burro que andaba de noche. De día se escondía en el monte, era cimarrón.
 -¿El burro? -le dije a mi viejo.
 -Sí, el burro. Tira mordiscones -me contestó. Al verme la cara de incrédulo comenzó toda una explicación.
 -Aquí no hay chocos (perros), la gente no quiere tenerlos. No tienen qué comer ellos, menos para un perro.        -¿Y? -le contesté con un ademán y la mirada.
 -Por este desvío circulan trenes de pasajeros que van al norte, a Tucumán, y otros por el ramal a Catamarca. Al pasar, desde la cocina del coche-comedor tiran desperdicios, es la hora de la cena. Antes, cuando había perros, recorrían un buen trecho la vía, era una fiesta perruna. Como te dije: hoy, nadie repone perros, se fueron acabando. Apareció este burro, de lomo muy gris y de panza muy blanca, tarasconeador y pateador, muerde de puro traicionero, hay que tener cuidado. Es salvaje. Me miraba el viejo, vaya a saber qué cara tendría yo, pero él continuó dándome explicaciones:
 -Ahora él hace el recorrido que antes los perros disfrutaban. Vive en el monte. Sale de noche, o después que pasa el tren de pasajeros. Si es un carguero o el tren aguatero o el de auxilio, ni se asoma -el viejo ya me asombraba de nuevo, nos tenía acostumbrados a esa invención. De la nada, como ahora, ¡zas!, un cuento.
 -Con decirte que sabe los horarios de los trenes de  pasajeros -dijo sin pestañear. Lo miré como diciendo: «dejáte de joder viejo, cómo va saber este burro los horarios, si los burros son lo más burro de los animales. Si cuando yo no sé algo me dicen burro, y ahí no más me sobo las orejas, por si me crecen».
 -Es verdad, ya vas a ver cuando pase el rápido.
 Pasó el rápido. Al rato se asomó el burro en la punta del andén. Comenzó a caminar despacio por el medio de la vía, indolente cruzó por enfrente de la estación, se perdió en la noche. A la madrugada regresó con la panza que se le reventaba. Parecía una burra preñada. Retornaba por el medio de la vía,
casi pisando sus huellas. Al cruzar el cuadro de la estación dobló y se metió en el monte. Lo vi varias veces. Me miraba de soslayo, como zorreando. Ni apuraba el trote ni lo hacía cauteloso, tranqueaba con seguridad.
Vinchucas, viento salado, el burro, el tanque de agua y su estatura, y la señal de distancia, flaca y alta, parecía un esqueleto de fierro, con un brazo verde que a veces se volvía rojo. Ése era el desvío, como tantos otros.
 -¿No te aburrís viejo? -le dije un día.
 -No, yo siempre me ando acompañando…
 -¿…?
 -Sí, conmigo y con ustedes. Nunca estoy solo -quiso explicar.
 -¿…?
 -Bueno, ya entenderás algún día.
 Terminaron esos viajes y los relevos de mi viejo, lo ascendieron. Mucho tiempo después, pero mucho, vino lo que vino: al ferrocarril lo pararon.
 Viajando rumbo al norte, no hace mucho, por la ruta 9, recordé el desvío. Ahí no más me aparté del camino, tomé una carretera provincial Y llegué al desvío aquél. Ya no era el mismo. El pueblo estaba abandonado, la estación era una tapera, los yuyos cubrían el andén, las palancas de las señales
aparecían cubiertas por un montículo de arena grasosa; el tanque de agua no tenía más agua, ese brazo vigoroso ya no goteaba más, el color que le dio majestuosidad se volvió cáscara de óxido, y la señal de distancia perdió los colores. El monte avanzaba, los médanos desdibujaban las calles. El avance
del arenal emparejaba todo, con bravura batallaba con el monte disputando espacios. Sólo un viejo muy viejo vivía en la casa de ramos generales abandonada. Era el herrero. No lo reconocí en un principio. Vivía esperanzado de que alguna vez regresara el tren. Caminamos por el pequeño pueblo abandonado. Me contaba las historias de los que vivieron allí. El cementerio desapareció, el monte lo devoró. Llegamos a lo que fue la estación. Me acongojaba al ver esas ruinas, mis recuerdos se tornaban nubosos.
 De repente, el asombro: las vías estaban sin yuyos, limpias. Como si alguien, o la cuadrilla de catangos (peones) de vías pasaran todavía carpiendo los pastizales para evitar los patinajes. Los rieles se veían
medio oxidados, pero nítidos. Caminé hasta el cambio del desvío y observé que para el norte y el poniente, estaban libres de pastos, los durmientes a la vista y los cables de las señales limpias de enredaderas rastreras.
 No salía de mi asombro. Este viejo muy viejo apretó sus ojos hasta hacerlos rendijas, enfocó esa abertura en mi rostro y escrutó ese asombro.
 -Es el burro -dijo. Después de muchos años puse la misma cara que a mi Viejo cuando me nombró a ese asno por primera vez.
 -Sí, es el burro. Vive en el monte. Está todo gris, como canoso, es muy viejo, -dijo el viejo y continuó- todas las mañanas sale a carpir la vía; al regresar, pasa frente a donde vivo, se detiene, me mira, intenta rebuznar y no puede. Parece un quejido ese intento. Pero yo sé qué quiere decir. Porque
tengo la misma esperanza que él: esperamos el tren…

El día que nos afanamos el tren*

 

– ¡Librá la vía! ¡librala carajo, viene el tren! -grita desaforado el auxiliar de la estación.
– Es que de Control Central me ordenan no darle vía libre!, si lo hago, me van a sancionar, -contesta el Jefe de Estación con el rostro pintado de miedo…
– ¡Librala cagón!, lo mismo nos van a rajar. No arruguemos, seamos corajudos y no cobardes, po’carajo. ¡No aflojés, qué le vas contar a tus hijos, que te churreastes…!
– No soy cagón! -reponde el Jefe -Mis hijos saben quien soy. ¡No soy cagón!…¡No voy a arrugar! -dijo esto y se abalanzó sobre los Palos Staff (lugar donde está trabada la vía libre) le dio a la manivela, sacó la vía libre, la enganchó en el arco y con voz grave impostada le dijo al auxiliar:
– Andá a la punta del andén, recoge la que van a tirar los muchachos, yo les alcanzó en la otra punta el arco… ¡bocón!
– ¡Bien macho, perdoname la puteadas! -pegó un grito el auxiliar y salió corriendo a la punta del andén de entrada, pero antes le dijo al Jefe: -Enganchale un mensaje, ponele que nos vamos a comunicar con toda la línea para que les libren las vías, y que muchas gracias por los cojones… ponele que les doy un abrazo, mejor que le damos un abrazo, que la gente del pueblo se está arrimando…que en adelante toquen la bocina antes de entrar a cada localidad, así va la gente, ¡y que viva la huelga carajo y que vivan los ferroviarios!
-¡Apurate carajo que está el tren entrando en señales, dejá de dar recomendaciones, tranquea carajo! -contestaba corajeando el Jefe de Estación.

Nada es fácil. Menos en tiempos de huelga. Y mucho menos cuando los tiempos de la huelga se van agotando. Y menos que menos cuando la paciencia no tiene resto. Es cuando aparece la impaciencia que estaba agazapada.
Porque los trabajadores son duales, sí, tienen una paciencia-impaciente. ¿Se entiende? Siempre una vence a la otra. Depende, sí, de quienes son los portadores de esa dualidad: bronca y prudencia.
Estoy hasta la manos, ¿hasta cuándo? -vociferaba el Dante.
– Mirá, todos andamos igual, esperemos un poco -contestaba el Esteban (a) el chiclets; le decían así, porque no lo tragaba nadie, era muy odioso, como el Mallevao Juárez, el de la seccional San Martín de la Fraternidad.
– Sí, meta resistir, meta resistir, pero todos andan cayetano, nadie dice nada, nadie hace nada…y nosotros tampoco. Solo movemos la lengua. -Juan reclamaba apretando los dientes, le dolían los maxilares, la aflicción lo tenía a mal traer.
Todo era intranquilidad. Es que este paro no era como el del 91. La resistencia se había aflojado, y en ese afloje la organización decayó y la ansiedad creció, con ella la improvisación y la desazón. Los compañeros con más experiencia, conscientes de todo esto, andaban mortificados. No era para menos, de alguna manera, todos ellos cargaban responsabilidades adquiridas, bien ganadas: nunca aflojaron ni se dejaron comprar.
-Loco, hay que hacer algo, hay que llamar la atención -dijo uno del montón que estaba sentado en el local del sindicato, rodeando una mesa junto a otros, con restos de comida, tazas sucias de café, envases vacíos, galletas secas y otras húmedas. Los ceniceros repletos, cenizas como partículas de caspa, estaban en todos lados, como los puchos consumidos hasta los filtros.
La luz mortecina del local acompañaba los diálogos con sordidez. La bronca era mucha, las frases no eran coherentes, todas entrecortadas y llenas de interrupciones: la impaciencia se abría paso. Como para no, si a la huelga del 91, fue una acción que hubo que apechugarla no más, así, de frente, y ahora ésta. Para colmo toda la dirigencia nacional se había pasado para el otro bando sin chistar. Se venía la noche y sin luna. Saliendo del local, en frente hay un boliche que nos supo aguantar a los fraternales, esta vez, cerraba temprano. El gallego presentía algo fulero. Estos tienen un olfato que nosotros carecemos, decían los compañeros. La verdad de ese cierre tempranero, es que se había acabado el fíao. Antes, el gallego, nos esperaba hasta que cerráramos el local, lo hacía gustoso. Fija que algo se morfaba. Pero ahora, el gallego presentía. Algunos presentíamos que el gallego presentía, pero ¿qué?. A pesar del interrogante, preferimos callar. Todo nos daba mala espina. La emotividad brotaba, estaba a flor de
piel. Todo nos molestaba. Los diálogos estaban llenos de malos presagios.
– Algo hay que hacer, no podemos seguir así, penando, suponiendo…es una joda, nos estamos haciendo bolsa entre nosotros; hay que buscar aire. -expresaba el Dante.
– Sí, pero qué, sí ¡qué!, estoy de acuerdo: pero qué…-el Esteban estaba fuera de sí.
El silencio envolvió al grupo. Uno a uno se fueron parando, saludando parcamente, comenzó el desbande, cada cual por su sendero. Dante y Esteban eran vecinos, iban juntos caminando con cautela, muy en silencio, hasta que uno de ellos, se escapó de la prudencia y dijo:
– Y si nos afanamos un tren, una locomotora, hacemos algo con mucho ruido….¿ah? ¿No te parece? Porque así no se puede seguir: ¡La inmovilidad nos está derrotando, estamos perdiendo sin pelear, mirá que joda: perdemos por desgaste….
– Bueno, pero nos van a meter en cana no bien arranquemos ¿cómo circulamos?, es una macana; no estamos solos en la vía, ¿como le hacemos a los otros, ah?, para que no obstaculicen, ¿ah? -el Dante preocupado frente a la propuesta, ni lo miraba al Chiclets, contestó con interrogantes… no quería
contrariarlo, era cabeza dura, pero eso sí, buen tipo, corajudo, no achicaba, tenía lo suyo, pero no arrugaba nunca, y eso es mucho en estos tiempos de huelga.
– Pensemos, que joder, démosle a la croqueta, que funcione, imaginemos, que joder…no supongamos siempre lo peor, seamos astutos. Si nosotros tenemos todas las armas, y la principal es la solidaridad de los cumpas, siempre estuvieron firmes en todas, que joder, nunca fallaron…-insistía cada vez más el Chiclets.
– Todo te es fácil, todo te sale así; hay que pensar un poco, con tranquilidad…-no terminó el Dante de expresarse, la impaciencia del Chiclets explotó:
– ¡Qué hay que pensar tanto, no hay nada que pensar, se dice que sí, que nos vamos a afanar un tren o una locomotora y que la vamos hacer fantasma, y recién ahí, cuando digamos sí: pensamos, de cómo lo vamos hacer al afano.
No, primero hay que pensar, ¿pensar qué? ¡Dejate de joder con tanto pensamiento! Nos van hacer bolsa y a vos te van a agarrar pensando, sentado en el inodoro, dejate de joder…Dante. -el Chiclets pasaba a la ofensiva seguro de su propuesta, que no era de él, sino de muchos, y eso el lo sabía: no estaba solo.
La empresa Ferrocarriles Argentinos, había anunciado el día 13 se iba a suspender sin fecha de reanudación el tren El Cuyano, antes lo llamaban El Zonda. «Medida que dejaba sin servicios a tres provincias cuyanas, además del sur de Córdoba y Santa Fé»
– Es una tocada fulera.
– Es una provocación, hay que tener cuidado…
– ¡Cuidado, las pelotas…nos tocaron…!
– A vos, ¿te gusta qué te toquen?, ¡a mí no!
– Si, pero…
– ¡Qué pero ni que pero…ni que carajo!
No había diálogos completos, todos se interrumpían, era una aventura enhebrar algo, la paciencia se había rajado. La dualidad de la paciencia-impaciente ya no lo era más. La impaciencia era la dueña…
Que manera de putear, todos, casi a coro, duró un buen rato. Al rato, pero muy al rato, se fueron calmando los ánimos, y los insultos fueron bajando el tono; serenando el aire, uno a uno, sí, pero sin perder la firmeza, y la convicción de que algo había que hacer.
El Chiclets levantó la cabeza, lo miró al Dante, y lo invitó a mear al patio de la seccional.
– Acá no hay testigos ni oídos de buchones, hablemos, hablemos de una vez…¿Y?, lo que te propuse..¿Nos afanamos algo, si o no?, que haga ruido…batime algo, no te quedes así, meta mirarme como si fuera una
mina…¿y?.
– Bueno, pero antes de los antes, lo charlamos los dos, luego con los más firmes, y así vamos armando todo, sin filtraciones, hay muchos buchones sueltos. Estoy de acuerdo, y no te miro porque seas lindo: porque si fueras mina, morirías virgen….
Del patio de la seccional se fueron callados, no dijeron ni a. Había que conversar lungo y tranquilos. Ver que se hace. Armar todo, si se trataba del afano del tren o de una locomotora.
Mejor un tren. No vamos solos. El ideal sería El Cuyano, lo van a cancelar. El pasaje de ese tren, cuenta, los van a despojar, se les acaba el boleto barato; y los guardas, el personal técnico serán sobrantes, seguro que los rajan, no tienen otra, se van a plegar a la movida. Además pueden venir compañeros dentro y fuera del pasaje, exponía el Chiclets con entusiasmo. Tenía todo en la cabeza. El, nunca había descartado el tren o una locomotora. Esto era espectacular. Porque eso de tirarse a la vías en Retiro e interrumpir la salida no lo convencía.
– Me convenciste, querido masticable, veamos dijo un ciego, -contestó el Dante.
– Veamos no más. Si es un tren hay que ver, ¿qué tren?. Que locomotora lo remolca, y quienes son los maquinistas diagramados, hay que convencerlos que se hagan a un lado; y a los muchachos del depósito para que nos dejen sacar la máquina..
Sí, hasta ahí todo bien, pero los cambistas, no los de salida del depósito, sino los que enganchan y controlan la formación; ya hay mucha gente y puede haber filtración… pero metapalo y a la bolsa. A trabajar. Se acomodaron la camisa caqui y salieron muy dispuestos cambiando ideas, retrucándose, y así.
Primero hay que convocar a los de fierro: Juan el primero, que ya estaba enterado y su compañera, una yoruga de fierro, medio hincha bolas, pero es buena la charrúa. Mirá, venir del otro lado del charco, y hacer kilombo en nuestra querida patria. Que dirían los gorilas de ella: que es una extranjera portadora del pensamiento artiguista… -¿Extranjera la Diana?, es lo mismo que decir que Julio Sosa era extranjero, o Francescoli, el Negro Cubillas o Walter Gómez, los que la rompían en Ríver…no jodamos.
-Bueno, veamos de nuevo…
Se habló con los compañeros, no hubo un solo no, mucho entusiasmo. No nos reunimos más en el local. Andaban muchos mirones. El boliche que estaba enfrente de la seccional quedó deshabitado, el Gallego sospechaba, ¿en qué andarán? solo eso.
El primer inconveniente surgió cuando fueron a buscar la locomotora, se la habían llevado a Santos Lugares, ¿para qué? ¿Qué hacer? ¿Quién sabe?
-Bueno, es una joda. No nos detengamos, nos afanamos una locomotora de la playa de maniobras, la enganchamos y chaú. Los cambistas de la estación la van a enganchar, van a mirar para otro lado, no son vigilantes. Manos a la obra.
Los dos, el Dante y el Chiclets subieron a una máquina de maniobra, que estaba cerca de la casilla de los cambistas, rogando que este en condiciones, con gasoil, grasa, arena para los frenos y esas cosas…
Engancharon el tren, todo era tensión. A los cumpas de apoyo les latía el corazón al ritmo del motor diesel de la máquina, le controlaban la pulsaciones con sus latidos: imposible. Ellos estaban acelerados, la máquina a ritmo acompasado marcaba que estaba preparada y era cómplice de esta expropiación: se dejaba raptar.
Llegó la hora. Desde el Cabín (cabina de señales) los señaleros encendieron la luz verde de la señal de partida. Primer pitazo, el de notificado.
Arrancó el tren, se estiraba despacio, las osamentas tensionadas de los fraternales crujían, se confundían con ese ruidal de un tren arrancando. El Dante y el Chiclets, junto al Juan estiraban el cuello mirando para atrás, por la dudas, por los imprevistos, porque uno nunca sabe y menos cuando uno
afana un tren, y en tiempos de huelga: nada, sólo el andén lleno de gente que remolineaba frente a los coches de pasajeros. Los tres eran buenos maquinistas. Todo normal. El tren aceleraba pasando los entrecruces de las vías de Retiro muy suavemente. Avanzaban sobre los puentes de Palermo
buscando la vía principal. Nadie hablaba. Juan vichaba los instrumentos.
Todo estaba en orden. El sistema de frenos, de la locomotora y del tren, normal. La totalidad de las previsiones iban sospechosamente bien.
En José C. Paz el primer inconveniente. Los plantaron entre señales.
Algo pasaba. La cana. Apareció la solidaridad de los compañeros avisados, auxiliares y ferroviarios que esperaban el paso del tren, estaban ahí por la dudas. Pasaron. Le libraron la vías. La jefatura ferroviaria estaba alertada. Impartía órdenes de detención. Nada más que eso. Nadie de la línea
acataba. No escuchaban, había mucha descarga en los teléfonos.
Avanzaron, pero en Pilar la policía de la provincia de Buenos Aires intentó pararlos. Los maquinistas mostraron sus credenciales que los habilitaba y tarjetas para el uso de vías que se habían agenciado. La policía estaba desorientada con tanta credencial. Intentaron hacer regresar la locomotora.
Pero ocurrió lo que decía el Chiclets, los pasajeros intervinieron, era el último tren diagramado, y eso los hacía sentir mal, venían discutiendo entre el pasaje. Por supuesto, entre los pasajeros, estaban los compañeros de apoyo que incentivaban la discusión: eran como setenta los ferrucas arriba del tren, de todos los gremios del riel, algunos políticos oportunistas que fueron para las fotos, después se bajaron. Descartaban ese servicio, era como descartar la zona por donde circulaba. Eso significaba el desprecio por la gente que se iba instalando, poco a poco. La protesta de los pasajeros era una manera de resistir, era resistir junto a los ferroviarios que no eran pocos.
Las oficinas de control trenes ubicadas en Palermo hacían trinar los teléfonos. En las estaciones, todos sordos. Se ganó esa pulseada. En todo el trayecto fue operando la solidaridad, de ferroviarios, vecinos de los pueblos, de gente común llenaban los andenes. Situación que ni los políticos ni el gobierno podían impedir.
-¿Y Juan?, como la ves. Es increíble. Nos afanamos un tren..
– Pero nosotros solos no, fuimos todos. Porque sino hubiera sido por todos, porque todos pusieron el pecho a la balas, no estaríamos en este lugar.
Todos, es increíble, es así como lo decís vos.
– Estoy emocionado -cuchareó el Dante mientras sebaba mate-, al principio me parecía una locura. Es que es una locura, una hermosa locura… somos todos locos.
– Una locura resistente, -contestó Juan- militante. Es la contestación a la tocada. No se si vamos a ganar algo con esta patriada, pero la rebeldía ferroviaria quedará ratificada, no nos achicamos ante nadie, nunca, nunca…carajo, -estaba conmovido, no era para menos, se movió despacio hasta la ventanilla, sacó la cabeza, como una fresca caricia el viento lo recibió, lo envolvió, él, Juan se dejó estar por un buen rato, esa corriente húmeda lo calmó, el alma se le fue aquietando, pero el corazón seguía bramando, no era para menos; el Juan venía de ser miembro del Comité de Enlace de la Huelga del 91, de ponerle el pecho sin claudicaciones, junto a otros, de rechazar en conjunto coimas y prebendas. ¡Cuánto coraje, qué
altruismo! Frente a tanta corruptela y mediocridad reinante. Es que eran hijos de la clase obrera. Y eso no era joda.
– Juan, chupate un mate. Entrá la cabeza, vení, todos estamos igual…es mucha la tensión, todo es mucho, pero bueno, los cumpas nos señalaron a nosotros, y aquí estamos, dale, chupá el fierro, dale al mate, agarrá la palancas, así me asomo ahora yo a saludar al viento ferroviario, tengo la cabeza caliente ¡qué noche, mirá como nos junan las estrellas!
– No es para menos, nos afanamos un tren, pero no para asaltarlo, sino de puro rebeldes, de puros enculados, ¡como nos van a tocar así porque sí! -el Dante le extendía el mate y le daba el lugar del conductor, con una palmada en el rostro de yapa, con su mano tiznada de grasa llena de ternura.
El traqueteo del tren era normal, cada entrada a las estaciones aminoraban la marcha, gente en el andén, había que tirar la vía libre con cuidado, y recibir la otra. Mensajes, papelitos solidarios….Que de sensaciones. Cada uno con la suya, y éstas que se mezclaban con las del otro. Esta vez nos escuchábamos, no eran los diálogos nerviosos de la Seccional. ¡Qué manera de interrumpirnos! Estábamos locos por la impotencia de no saber como contestar a tanta mierda que nos rodeaba. El tránsito de compañeros de los coches de pasajeros hacía la locomotora, era incesante. No paraban de hablar. Habían cambiado el lenguaje, ya no era soez, era puteador como corresponde, pero no grosero. Es que era mucha la alegría por la expropiación. Es que no era joda, nos habíamos afanado un tren con pasajeros y todo. Y a pesar de las órdenes de Control Trenes de pararnos, la solidaridad de los compañeros de toda la línea nos hacía proseguir. Era la complicidad de los trabajadores y el pueblo, sin ella, minga, nos hubieran parado. Fuera del afano, eso, era lo más valioso: la solidaridad. La locomotora se alimentaba a pura solidaridad, como si fuera un combustible renovable, en cada estación éste se renovaba: ¡qué hermosura! La solidaridad vence, nos une; ¡carajo qué si nos une!
– Ya estamos en Rufino, anunció el Dante.
-Hay muchas luces, y gente, mucha gente, y cana y la T.V. -Juan contabilizaba el andén..
El tren se arrimó a la estación despacio, con precaución. Los lugareños ocupaban todo el andén. La locomotora como un felino, gruñendo, ronca de tanto andar, entró en zona, centellaron los faros con sus ojos gatunos, se iba a detener. Todo era precaución.
Había concejales en la estación esperando el arribo alertados por dirigentes ferroviarios del lugar. La policía Federal quería detener a los maquinistas.
No pudieron. Más, la empresa resignada, autorizó el cambio de locomotora. La vieja locomotora de maniobras había cumplido, llegó a Rufino, no exhaló un último suspiro, sólo estaba cansada. Reemplazaron la vieja máquina. Todos los fraternales la despidieron con un beso en su carrocería; ¡sos una hembra de puta madre! Creo, digo, todos creyeron que ella sintió el afecto, la tibieza del agradecimiento, debe ser, por eso que nunca dejó de ronronear su cansado motor.
Arrancaron de nuevo, entre vivas y aliento popular. Todo parecía normal. La respiración se aquietó, la paciencia se asomó de nuevo, pero no mucho. Había muchos kilómetros aún por andar.
Diana, de voz ronca, fumaba y hablaba a la vez. No paraba. Alentaba a todos.
No decaía nunca su firmeza ¡Qué mina la yoruga! Discutía con todos, es una ferroviaria consorte, no lo parecía: era ferroviaria.
Todo parecía rutina. Los andenes llenos de público de los pueblos. El tirar y recoger el palo staff de la vía libre, los gritos, los mensajes. El arco circular de la vía libre era recogido con suavidad, cubierto con papeles anudados, todos con soplos solidarios, ni una queja. La ansiedad de nuevo, aparecía como fenómeno nuevo, que no lo era.
– ¡Ja! En algún momento nos van a detener…
– Vos crees?, si ya nos dejaron pasar por un montón de lugares, no lo creo…
– Este afano es un ejemplo de mierda…
– Pude haber contagio…, digo, en una de esas el ejemplo cunde.
– No nos van perdonar…
– Le devolvimos la tocada…
– Bueno, si así pensamos, no seamos giles…no nos descuidemos.
– Hay que estar preparado…
Así, de esa manera se instaló esta conversación, que ya era preocupación. La ansiedad de la llegada que tiene todo maquinista no estaba presente.
Esta preocupación era lo central: La represalia.
Bueno, basta de charla, a prepararse, -sentenció el Dante.
– Hay que ser astutos. Ellos tienen la fuerza. Nosotros la picardía, la astucia, los compañeros, los vecinos de los pueblos…
– Deben estar calientes, le afanamos el tren en sus narices..
– ¿Y los alcahuetes?
– Los van a echar a la mierda, que se jodan por buchones, son unos baratos…
Comenzaron, entre rueda y rueda de mate, a cambiar ideas, de cómo no dejarse agarrar si nos paraban. Dedujeron que sería en una estación de una ciudad importante.
– ¿Cúal?, ya hemos pasado unas cuantas.
– Sí, pero no tan importantes…
– La que viene es Villa Mercedes, es grande..
– Hay muchos compañeros…que saben de nosotros.
-Están avisados…y algo estarán preparando, confiemos.
-Seguro que están organizando algo, no se que, pero algo…
-Por la dudas, entremos en señales despacio, no sea que nos estén esperando…
No había aflicción, sólo la preocupación de no regalarse. Estaban total y absolutamente convencidos que este afano, no era una aventura. Era un acto militante, resistente. Sobre eso nadie tenía una pizca de dudas. Todos las miradas se pusieron en paralelo con el haz de luz de la locomotora. Era un
vistazo cadenero, al lado del raudal principal. Querían llegar antes que el penetrante faro de la máquina. Oradar la oscuridad, ir más allá, percibir por anticipado la quietud de la luz de las señales. A los ojos rojizos por el cansancio, se le sumaba el del esfuerzo, ese, el de fijarse que se movía entre las sombras. Se aplacaban las voces, quedó sólo lo gestual. Cansancio y preocupación. Villa Mercedes podía ser un tapón.
Comenzaron a prepararse. Acomodaron sus bolsos. Limpiaron el mate, se ajustaron la zapatillas -por la dudas- uno nunca sabe si hay que rajar, que no es cobardía. Alertaron a los setenta compañeros que iban de apoyo y, éstos previnieron a los pasajeros: algo podía ocurrir. Muchos de los viajeros se exaltaron, y aprobaron resistir la detención de los compañeros, o lo que sea. Se disciplinaron a los compañeros de vagón…con un: ¡para lo que gusten mandar!
A lo lejos se podía apreciar un aura circular amarillento, era el reflejo de la ciudad. Nos estábamos acercando a Villa Mercedes. El Dante corrió la manivela, la sacó del punto ocho de aceleración, y dejó que el tren se deslizara, sólo tomó con fuerza la palanca de los frenos. Se cambiaron la ropa de maquinistas, el verde caqui despareció.
Una poderosa linterna se movía en la señal de distancia, alertando con cambio de colores, que se debía aminorar la marcha. El Dante fue aplicando los frenos suavemente. Varias siluetas se dibujaban a pesar de las sombras, la tenue luz de las señales bajaban desde la altura marcando contraste y la silueta de los compañeros. Abrieron las puertas de la locomotora. Subieron dos de ellos.
-Está la gendarmería esperando. -dijeron, casi sin saludar
– Los van a detener. -repitió otro, este sí, saludando
– Han bloqueado todo. El paso a nivel de entrada esta bloqueado…
– Los que manejaban deben irse, rajarse. En la otra señal hay cumpas esperando con unas camionetas.
– Sí, ¿pero quién ingresa el tren?
Todos mudos. Alguien debía arribar la formación con cuidado. Era un tren de pasajeros, no era joda. Todos mudos. Nadie quería caer en cana, pero nadie pensó en arrugar.
Una voz ronca sobresalió:
– Yo lo ingreso…
– ¿Vos?
– Sí, yo, ¿qué hay?
– ¿De dónde y con que herramientas….? -malhumorado, el Chiclets la increpó.
– Soy la compañera de Juan, y él me enseñó ¿cómo qué de dónde? -altanera y segura Diana, comenzó a cambiarse la ropa delante de todos.
– Dame un ambo verde, de cualquier talle, todos me van a quedar grandes.
Mudos, abrieron los bolsos los curtidos y templados maquinistas, y le ofrecieron la ropa. Primero las olió, estaban hediondas de traspiración.
Todas le quedaban como bolsa, grandes de talle, se arremangó…y ahí no más estalló la risa.
– De que se ríen boludos. Movete, dejame tu lugar, -le dijo al Dante.
– Sí, mirá, tené cuidado….no terminó la oración. Diana se había sentado como una experimentada maquinista. Diana, la uruguaya tomó la conducción del tren. Uno a uno, los expropiadores, se fueron descolgando en medio de ahogadas risas…
Diana, con su pelo rubio al viento, con medio cuerpo afuera, fue arrimando el tren despacio, aplicó suavemente todos los frenos, en medio de aplausos. El andén estaba colmado. La Gendarmería intentó detenerla. Al no ver a los maquinistas, la descuidaron. Estos subieron a los coches del tren para detenerlos por si estaban entre los pasajeros. Ya no estaban. A Diana, los ferroviarios puntanos la tomaron del brazo, la soliviantaron, la cubrieron con un capote de lluvia de los cambistas y la hicieron invisible.
Horas después, por turno, regresaban por distintos medios a la Capital, bien comidos y bebidos y bailados. Los compañeros de Villa Mercedes los festejaron. Los llevaron a bailar. Los expropiadores bailaban, es decir, los maquinistas también bailan, en la lucha y en la alegría.
Regresando todos iban durmiendo. Todos tenían una mueca rara en ese dormir: se reían, regresaban en el mismo tren, pero de pasajeros.
Nunca los agarraron, los puntanos los hicieron invisibles.

Al Dante y al Chiclets, los iban a procesar por «robo del tren».
Ferrocarriles Argentinos extendió la fecha de clausura del tren. En la Cámara de Diputados, Radicales y de otros partidos presentaron un proyecto de resolución preguntando por el episodio y sobre el cierre del ramal. Así luchaban los ferroviarios contra las privatizaciones. Estos hechos, desmienten antes y ahora, a aquellos que dicen que nosotros los ferroviarios, aceptamos en forma resignada este saqueo privatista. Esta fue una de las tantas maneras de resistir con todo el cuerpo social ferruca. La
Resistencia Ferroviaria se hizo presente en todo momento, nunca desfalleció ni ante la perspectiva de una futura derrota. No nos vencieron. Esta derrota es parte de un mismo proceso de lucha, que prosigue, y que no me caben dudas: ganaremos. Ganaremos a pesar de las traiciones, de los conversos, de los vendidos por una moneda vil. Los ferroviarios somos parte de esa larga tradición de lucha de la clase obrera argentina. Años les costó a los explotadores pretender domesticar a la rebeldía popular, no pudieron. Por eso, todo germina de nuevo, y la clase obrera en forma particular, que en su dimensión dialéctica, siempre renace de sus cenizas, demostrando que no hay un fin, sino un recomienzo más dinámico. Dando así la respuesta más rotunda a ideólogos oficiales, reconvertidos, y a la cobardía intelectual de algunos.

«Ferrocarriles Argentinos Destrucción / Recuperación»

Abjurar del nombre de Ferrocarriles Argentinos es como entregar la bandera de nuestra identidad al colonialismo.
Juan Carlos Cena

*Por Elena Luz González Bazán especial para Latitud Periódico *
20 de septiembre del 2012

Este libro es el proyecto de reconstrucción de los Ferrocarriles Argentinos. En diciembre del 2003 sale EL FERROCIDIO, se agota, en agosto del 2008, luego de un trabajo y ampliación del mismo, sale la segunda edición que está agotándose. Luego de mucho andar se pone en movimiento este nuevo tren, es un planteo de recuperación…
Participan en esta obra, técnicos ferroviarios de distintas partes del país, convocados por el autor, que respondieron contribuyendo con proyectos de trabajos para cada zona de cómo reconstruir el sistema ferroviario. Además, otros especialistas que colaboran en esta obra. Ferrocarriles Argentinos Destrucción / Recuperación es la continuación de EL FERROCIDIO, es decir, la propuesta de cómo recuperar el Sistema de Transporte Ferroviario Argentino.
Lo que hicieron con los Ferrocarriles en la Argentina es único en el mundo. Un latrocinio sin par. Fue de tal magnitud que generó con su ausencia 1.200 pueblos fantasmas. Alguien, alguna vez se preguntó ¿Cuánto cuesta un Pueblo Deshabitado? ¿Cómo lo evaluamos dentro de la contabilidad del lucro? pregunta siempre Cena.
Desde el golpe de Estado contra Perón, salvo el gobierno del doctor Illia, todos boicotearon el sistema ferroviario. Hay una responsabilidad principal, la de Carlos Menem, que ocasiónó todo un perjuicio nacional que subsiste en la actualidad, todos los gobiernos hasta la actualidad no tuvieron la política de restructurarlo. Adeudo que deberán dar cuenta, algún día, todos los poderes ejecutivos que ocuparon el sillón presidencial y que contribuyeron a este desguace y desestructuración del ferrocarril.

*Fuente: http://www.latitudperiodico.com.ar/libros/ferrocarriles%20septiembre.htm

 

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-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:

 BAUDRIX.  EMITA.  INDACOCHEA.  LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.  J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.

KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI. 

KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.

 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.  

PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.

-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:

BLAS DURAÑONA.   LUCAS MONTEVERDE.   EMILIANO REYNOSO.

SALADILLO NORTE.   GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.

JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.

ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

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Respuesta a preguntas frecuentes

Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.

Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.

CUENTOS DE LA ABUELA*

La abuela me trajo una tisana para las náuseas. Con su acostumbrada dulzura, me pasó una mano por los cabellos mientras la bebía a sorbos lentos. No sabría decir donde radicaba el poder curativo, si en las hierbas o en su tacto. ¿Recuerdas cuando eras pequeña y enfermabas?, me preguntó, con una sonrisa cómplice. Imposible olvidarlo. Solía contarme historias hasta que llegaba el sueño, o pasaban la fiebre y el dolor… Nuestros ojos se cruzan. Ella asiente antes de que le pregunte. Cuéntame aquella de las sirenas, le pido.
“Las sirenas son las criaturas más antiguas del planeta, eternas y antiguas como el tiempo. Una vez llegada la edad adulta, no envejecen ni mueren. Vinieron a través de un portal que se cerró después de su llegada, desde otro mundo cuyas aguas se estaban secando, y tuvieron el privilegio de ser testigos del surgimiento de la vida, su evolución, sus esfuerzos por alcanzar la tierra y los aires. Ellas quedaron en el mar y poco a poco se fueron alejando, permitiendo a este mundo evolucionar al paso que tenía
marcado, sin intervenir. Tanto se apartaron, tanto se hundieron en las profundidades, que no creen en la existencia de los humanos, y los toman por puras leyendas de esas que narran las abuelas. Las más osadas y aventureras, suben a veces a la superficie y viran contando lo que han visto. Como no saben diferenciar a las criaturas de la superficie, para algunas un humano es un delfín, para otras una gaviota, para otras un velero, un pez volador… Ante tantas versiones, nadie les cree… Pero, ay de las que ven realmente a un hombre, de las que los miran fijamente a los ojos y se pierden en las profundidades de su alma. Quedan tan atrapadas que no pueden regresar a su mundo, usan toda su energía vital para transformarse en humanas, renunciando con ello a su eterna juventud, a su magia, más aún, a su inmortalidad”…
Mamá, vas a enloquecer a la muchacha, ¿no te das cuenta de que ha crecido?… Se escucha la voz de mi madre que viene a recoger la taza, tal vez nos estaba escuchando tras la puerta. ¿Cómo puede haber olvidado que en su infancia fue acunada con cuentos de sirenas y marineros, tesoros ignotos, buques fantasmas? ¿Cómo olvidar la urbe sumergida, cuyas cúpulas son visibles cuando el mar está en calma… la isla paradisiaca, treta engañosa del Leviatán? Mi abuela me ha dicho que ella a su vez las escuchó de su madre.
La abuela guardó silencio y comenzó a descalzarse. Por un momento no me percaté del absurdo, pensé que se iba a acostar a mi lado.
Luego recordé que nunca la había visto con los pies desnudos, siempre llevaba sus zapatitos bien lustrados y sus medias blancas, como una colegiala, era tan menuda que se veía linda así. Estiró sus pies pequeños y abrió los dedos.

Entonces pude ver las membranas.

“No se pierde del todo la capacidad genética de volver a nacer sirena. A veces surgen estas taras, así las llaman los médicos al no encontrarle explicación. Mi madre amó a tu bisabuelo al punto de renunciar a todo, menos a tener hijos. Ni tu mamá, ni tú, parecen haber heredado nada que los aleje de la humanidad, pero sé que estos genes antiguos se esconden y surgen cuando menos lo esperas”.

Comenzó a calzarse de nuevo, me puso su mano en el vientre crecido.

“Hijita, has de jurarme que si tu hijo nace con cola, lo devolverás al mar”.

Y eso es todo, hija mía. Ahora, en la frontera entre tu mundo y el nuestro, estoy cumpliendo la palabra que di a mi abuela. Si ella viviera, también estaría abrazándote con todo su amor. Eres muy pequeña aún para entender por qué fingimos tu muerte y te hemos ocultado de las miradas ajenas hasta hoy, el día de tu quinto cumpleaños… tiempo tendrás de sobra, eres eterna.

*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba

LO INDETERMINADO ES NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO…

HOMÍNIDOS **

«El hombre se define como ser humano y la mujer como femenina.
 Cuando ella se comporta como un ser humano se dice que está imitando al varón».
SIMONE DE BEAUVOIR

Ese hombre que me ama dice llamarse río.
Río o lloro, le da lo mismo.
 Un lirio es una gota de agua en un pantano.
El, solo es una corriente artificial. Uniforme. Estándar.
Sin embargo se cree una corriente natural de agua.
Agua, que es agua sin el río.
Río, que no es río, sin el agua.
Las madres del río son las cuencas.
Las cuencas son hijas de la lluvia.
La lluvia deja vacía las cuencas de mis ojos.
Los ojos vieron la luz primera en oquedades.
Luego, amorosamente persiguen la mirada.
El niño es fuego y la niña agua.
Yo, soy mujer de fuego y agua y lirio y camposanto.
Lirio de barro, de tallo o bulbo.
Este  homínido que amo es fuego y agua al mismo tiempo.
Y hace tanto, tanto…que casi no recuerdo:
Hace unos seis millones de años que lo amo.

**Poema inédito dedicado a mi amiga Marta Zabaleta y su lucha, incansable, por la dignidad de la mujer.

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar

*

«Lo indeterminado es nuestro lugar en el mundo»

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

Había una vez un hombre que era también un pueblo*

Una brisa leve del sur llega desde la memoria herida por tu muerte. Trae la alegría del viaje. Viajar siempre fue entre nosotros  una  manera de llamar a la fiesta. En ese momento más. Nos encontramos o reencontramos  en Valparaiso. Fuimos al sur chileno  y desde ese lugar y momento, estuvimos juntos  la vida  toda, hasta la muerte.

Antes, los pocos relatos de felicidad de mi madre, eran de Chile. Vivieron recién casados allá, hasta que ella volvió a Argentina para tener a mi hermano. Es probable que los hijos y la vida doméstica, lo que se esperaba de las mujeres entonces, no fueran para ella una fuente de vitalidad. Los vagabundeos por Santiago en cambio eran relatos abiertos, desde la libertad.

Volvimos a Chile, Punta Arenas, el Paine, el último verano de Allende. El viento a veces, nos volaba el auto,  en la tierra del fuego argentina y en la chilena. A pesar de lo cerca que estaba  ese septiembre sin primavera, no creíamos que pudiera pasar.

Ni lo imaginaban la pareja de viejos que conocimos  en el camino y nos invitaban con pan y manteca, sabor que conocieron tarde en su vida con «su gobierno.»
Ni lo suponían los obreros que trabajaban en el hermoso hotel que se transformó  en  cooperativa, con los que desplegábamos en las charlas, el mundo y sus alrededores, usando las porcelanas que pronto recobrarían los antiguos dueños. Ni el pueblo que sentía la alegría de los cambios. Eran conscientes de los ataques despiadados de los que son democráticos sólo cuando ganan ellos.  A pesar de tanto sabotaje no, no  pensabamos en que ese empuje podía caer como las manos mutiladas de Victor Jara.

Cuando el 11 estaba escuchando la radio y ya faltaba poco para conocer a  mi primera hija, un llanto inconsolable me partió. La noticia anticipaba otros dolores. El último discurso «Más temprano que tarde  volveremos a las grandes alamedas».

¿Alguna vez se vuelve ? Son otras las alamedas, el tiempo, el río, pido castigo.
Año tras año, no se desgasta la voz ni el llanto. Allende se dirige a hombres y mujeres, no a héroes. Él  mismo, un hombre vulnerable y fuerte, un hombre que  no se rindió. No es una escena épica, es un hombre  digno, que ama  la vida propia y la de su pueblo.

    Vos también, un hombre con tus dolores y tus sueños.

Acá una mujer que los recuerda.

*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com

 

*

aquí estoy otra vez
donde te gusta verme
mínima e intocable
guarecida bajo la piel del poema,
este oficio,

mi guarida, mi intemperie,
mi desencuentro, mi andén de espera
mi noche,
mi misma
y el único lugar
donde cabemos
condenados a no ser
nosotros mismos

*De Alejandra Morales.

Panfletos*

 *Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com

Se ha hablado mucho, en estos últimos tiempos de los grandes temas. Los grandes temas ocupan las primeras planas de los diarios y se repiten en los noticieros de las siete, de las ocho, de las nueve. Los mismos temas son vueltos a pensar en los de las diez y de las once. Una y otra vez, son masticados, digeridos y regurgitados para hacer profundos canapés que alimenten nuestros espíritus menos desarrollados, menos hábiles en la tarea de remontar el mórbido barrilete de las grandes conclusiones.
Los grandes pensadores lo dicen siempre: «El ciudadano común no entiende», y nosotros no entendemos cómo ellos no pueden entender que entendemos. Hasta la muchacha en el cartel de Coca Cola, que pareciera no pensar en nada, piensa en muchas cosas y descubre que en realidad ya no espera a nadie o no espera nada. Sin embargo, los grandes pensadores, comprometidos en su misión de pensar por nosotros, nos arrojan sus pesadas opiniones. Y la doxa se nos cae encima, nos aplasta. Con destreza pugilística toma nuestra opinión por el cuello y la asfixia. En medio del combate, nuestra doxa, hábil en el arte de sobrevivir a los más pertinaces pensadores, respira por el estómago de sus propias y honestas convicciones, y se salva.

*

– Toc, toc…
– Poesía, ¿eres tú?

*

«El bosque de la esperanza» es un texto anónimo que se divide en cuatro partes -una por cada estación del año- que son las cuatro ramas del tronco de una pequeña y humilde historia: tan frágil e inmensa como la lluvia y transparente y difusa como el viento, según su propio autor. Este manuscrito de 32×22 cm., de 221 folios mecanografiados a una cara, en carpeta, es un trabajo inédito, que data del 3 de mayo de 1973. Valor del manuscrito, 30 .

*

«El sueño de la más alta muerte» es un poema inmortal que espera no ser escrito nunca.

*

Y no hablemos de las opiniones encontradas, que cuando se descubren, se escupen en la cara. Porque, ¿para qué nace la propia opinión sino para aniquilar a la opinión ajena? La quinta guerra mundial será la de las opiniones. Los misiles cargados de pensamientos propios explotarán contra los pensamientos ajenos hasta pulverizarlos. Un reguero de dientes de dragón con forma de pensamientos se esparcirá por el mundo, y Jasón tendrá que desviar la búsqueda del vellocino de oro para extirpar de la faz de la
tierra las monstruosas semillas de los pensamientos de otros.

*

Pero estamos en 2012. Tiempo de la evocación. Se empieza a sentir el encanto de haber pisado dos siglos, de haber cruzado el umbral de dos milenios. Se exhuman los cadáveres exquisitos y los edificios vegetales de Gaudí. Jaleo.
Éxtasis y ajenjo. Van Gogh ¿y Milo? No creo en la literatura comparada, deja un sabor insuficiente. Pero esta asociación que tal vez pueda antojarse como desbarajuste o impertinencia, en el fondo no es más que una implacable necesidad de armonizar los contrarios. Hoy no tiene razón de ser un sombrero
de velas, ni la confrontación de lo que ha ocurrido con lo que no ocurrió, como si se tratara de estados opuestos.
Vicente lloró diez siglos como diez gotas fundidas y se sintió con la belleza de lo intrascurrido.
Contemplando la velocidad del expreso, Milo es una acción simultánea, abroquelada en un jadeo de magnolias.

*

«Los adjetivos son sustantivos poéticos», dijo Novalis en una cálida noche de verano, rodeado meandrosas azucenas.

*

Cocteau, Jean: «Se ha hablado mucho de poesía podrida. Me gustaría que me citaran una que no lo fuera. Con una descomposición exquisita, la poesía, sea escrita o pintada, se la mire o se la escuche, compone sus acordes. Se la podría definir así: la poesía se forma en la superficie de un pantano.
Que el mundo no se queje. Resulta de sus profundidades.» Fechado y firmado a principios de 1944, en el final del texto, donde figura la dirección de su vivienda para posibles reclamos. El manuscrito consta de siete folios (21.5×16 cm.). Seis escritos a dos caras. Parte escrito a lapicero, y parte a pluma, tinta azul y negra. El texto se intercambia en español y francés, o viceversa. Primer folio escrito con pluma encima de la escritura de lapicero. Valor del panfleto: 6000 _.

*

No ciñas la aurora, no oficies de pastor de rebaños, no digas en chino mandarín lo que es posible decir en castellano, no caigas por las tuberías tiznadas del insomnio, no te parezcas a ese momento que baja por las tuberías tiznadas del insomnio y quiere deslizarse fuera de mi cuerpo a gran velocidad. Que no se te ocurra bajar por las tuberías tiznadas del insomnio, que no se te ocurra tampoco alejarte de mí en una noche de tormentas y rayos si definitivamente bajaste por las tuberías tiznadas del insomnio. No
recuerdes lo que aún no ha sucedido, no evites los temblores, no vuelques tus manos llenas de mundo lejos de mí, no olvides eso que nunca se olvida, no dejes de reinar en la noche llena de tuberías tiznadas por el insomnio.
No dejes de verme con los ojos abiertos, ni con los ojos cerrados, ni con los ojos de mirar de cerca, ni con los ojos de mirar de lejos. No dejes de verme. No estés triste, no silencies, no te proscribas, no apartes tu mano, no te detengas.

 
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-35566-2012-09-15.html

METEMPSICOSIS*

Cuando las gaviotas huyen de sus nidos…
Cuando la mar enfurece,
Robándose los sueños y los pianos;
Y las nubes dibujan extraños algoritmos.

Es hora de pactar una cita con la luna,
Y preguntarle por qué tanto girar en torno a nada…
Por qué nos dejan cometer errores y,
Peor aún, arrepentirnos.

Tal vez sea hora de marchar,
Farol en mano,
Hacia donde rompe la ola,
Dibujando en el azul franjas de espuma.

Quizás haya que hacerse un barco de papel,
O, mejor aún, subir al más alto de los acantilados
Esperar a que estalle la tormenta…
Y saltar, transformados en sirenas.

*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba

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